Los conservadores y los bárbaros
En otros tiempos la riqueza y el poder implicaban una rígida solemnidad, una formalidad sombría; hoy se considera que el privilegio no es solo poseer, sino poder destrozar
Ahora los conservadores somos nosotros. En los años setenta, José María Moreno Galván, el pintor y poeta que escribió letras flamencas memorables para José Menese, quería fundar una revista que se habría llamado Los conservadores. Decía que los conservadores de verdad eran personas de izquierdas, porque querían conservar el aire limpio y la tierra no contaminada, las ciudades habitables, las mejores tradiciones del arte y la cultura popular. Según Moreno Galván, lo único que querían conservar...
Ahora los conservadores somos nosotros. En los años setenta, José María Moreno Galván, el pintor y poeta que escribió letras flamencas memorables para José Menese, quería fundar una revista que se habría llamado Los conservadores. Decía que los conservadores de verdad eran personas de izquierdas, porque querían conservar el aire limpio y la tierra no contaminada, las ciudades habitables, las mejores tradiciones del arte y la cultura popular. Según Moreno Galván, lo único que querían conservar los conservadores oficiales eran sus privilegios. En aquella época, gobiernos y ayuntamientos tan conservadores como los del franquismo estaban propiciando la destrucción acelerada de los cascos antiguos de las ciudades y los paisajes del litoral, a fin de hacerse ricos con la especulación urbanística, que es quizás la más sólida tradición conservadora en España, como seguimos viendo en nuestros días. Que la izquierda, para vergüenza suya, haya sido cómplice muchas veces en la destrucción y el abandono resalta todavía más la necesidad de un impulso conservador que no se rinda ante los chantajes insidiosos de una insolente modernidad que muchas veces no ha traído verdadero progreso porque ha sido la coartada y la máscara de los excesos más dañinos del capitalismo.
Decía Saul Bellow que la barbarie es el lujo máximo de los privilegiados. La vida le da a uno reiteradas ocasiones de comprobar ese dictamen. Yo me acordé de él cuando vi a Elon Musk (el hombre más rico del mundo, añaden siempre los cronistas, como si aún no lo supiéramos) dando saltos de lunático y agitando en alto la motosierra que acababa de regalarle el presidente de Argentina, Javier Milei. En ese mismo escenario tuvo una abyecta intervención de sirviente de tercera fila y monaguillo sumiso el conocido patriota español Santiago Abascal, quizás conteniéndose las ganas de saludar al final con un choque de tacones y alzando el brazo derecho y la mano extendida, como Steve Bannon, en ese gesto en el que algunos resabiados nos empeñamos en reconocer un saludo fascista. A Musk (el hombre más rico, etcétera) también le gusta hinchar el torso y darse en él golpes de antropoide con los puños, en un gesto no ya de barbarie, sino de pura animalidad de macho dominante. Pero en lo que me hizo pensar cuando levantaba una rugiente motosierra fue en aquellas estrellas del rock que llevaban al colmo su furia transgresora sujetando las guitarras eléctricas por el mástil, como si fueran martillos, y destrozándolas contra el escenario, igual que habían destrozado previamente los oídos de sus adoradores, que bramaban de entusiasmo colectivo ante aquel espectáculo de destrucción liberadora.
Destrozar una buena guitarra, desde luego, es un lujo de privilegiados, como saben bien quienes las fabrican con tanto esfuerzo y amor y los músicos a los que casi siempre les cuesta tanto conseguir una que les satisfaga plenamente, y a la que tratan con algo de reverencia sagrada, por la íntima relación cotidiana de disciplina y deleite que establecen con ella. Yo debo confesar mi escasa simpatía por las leyendas transgresoras de los héroes del rock y del punk, con su prestigio añadido, y al parecer indestructible, de abuso de drogas y de alcohol, y su estética forzada de violencia. Debía de ser agotador, después de un concierto de varias horas, y de los viajes de las giras, llegar a las tantas al hotel, y en lugar de dormir, en espera de un nuevo madrugón, tener que ponerse a destrozar la suite, o a vandalizarla, por decirlo en español contemporáneo, con más trabajo todavía si era en un hotel de lujo.
A muchas personas esa lujuria del desastre les parecía revolucionaria. Y sin duda lo era, pero en un sentido muy distinto al que le atribuían algunos creyentes de la izquierda desnortada. Son los más ricos y los más poderosos de ahora los que la han hecho suya. En otros tiempos la riqueza y el poder implicaban una rígida solemnidad, una formalidad sombría, que se manifestaba en trajes negros y expresiones severas, sacerdotales, inescrutables. Los navieros ricos que retrata Thomas Mann en Los Buddenbrook viven abrumados por responsabilidades y culpas luteranas. Su fortuna era un privilegio, pero también una carga. Debían responder de ella ante los accionistas en este mundo, y ante el Padre Eterno en el otro. Los robber barons de aquel período de expansión económica y acumulación desmedida de riqueza que en Estados Unidos se llamó la Gilded Age (la Edad Dorada, que no de oro) compensaban de viejos el pillaje y la brutalidad adquisitiva de su juventud construyendo museos e instituciones cívicas que duran hasta ahora, algunas tan admirables como la Frick Collection de Nueva York, fundada por Henry Frick, un despótico multimillonario de los ferrocarriles y las minas de carbón.
Los muy ricos eran gente de orden. Cometían sus pecados y sus excesos en secreto, y para expiarlos construían iglesias neogóticas y bibliotecas como templos clásicos. Ahora Jeff Bezos gasta sus miles de millones en viajar 15 minutos al espacio con un sombrero de cowboy que le viene demasiado grande, y Mark Zuckerberg, que vistió un tiempo serios trajes azules y se hacía un corte de pelo imitación del emperador Augusto, lleva blusones, rizos, collares y relojes macizos de narcotraficante. En cuanto a Javier Milei, su pelambre y sus patillas de rockero fósil se corresponden con la estridencia de su motosierra, tan agresivas para el oído humano como un guitarreo de heavy metal. Mientras él baila en su dúo con Elon Musk en Washington, en los bosques de la Patagonia se multiplican los incendios devastadores, y en vez de aviones cisterna y equipos de bomberos lo que llegan son militares y policías que aprovechan la emergencia para expulsar de sus tierras a los pobladores mapuches y hacer sitio para los inversores internacionales. La motosierra, en ese aspecto, está siendo efectiva: el gobierno de Milei ha recortado los presupuestos de prevención y lucha contra incendios en un ochenta por ciento, justo cuando el calentamiento global vuelve los bosques más vulnerables al fuego.
El modelo ético de estos revolucionarios es la estrella del rock que al privilegio de disponer de una suite en un hotel de lujo añade el de poder destrozarla. Es, más o menos, lo que ellos hacen con el planeta Tierra. Me he vuelto tan conservador que muchos de mis héroes son funcionarios. No hablo ya de profesores, enfermeras, policías, médicos, guardas forestales. Tan heroico como cualquiera de ellos puede ser un interventor, que se dedica al oficio escrupuloso de controlar la legalidad del gasto en las administraciones públicas. Una heroína, cuenta Juan José Mateo en el periódico del miércoles pasado, es María del Carmen Miralles, interventora del ayuntamiento de Pozuelo de Alarcón (Madrid), que llegó en 2022 y llevaba dos años enteros esclareciendo el desorden fullero de las cuentas municipales, las contrataciones de palabra, los gastos sin asignación previa, las facturas acumuladas sin pagar, ruina segura de proveedores modestos, el caldo de cultivo de la inoperancia, el despilfarro y la corrupción. Miralles, que tiene 67 años, había previsto jubilarse a los 70, pero la alcaldesa de Pozuelo tiene prisa por liberarse de ella, y ha forzado su jubilación, con el mismo descaro con que la consejera de Hacienda de Andalucía destituyó el mes pasado a María Antonia González, interventora general de la Junta, que había emitido informes muy críticos sobre los enjuagues del Servicio Andaluz de Salud con las empresas sanitarias privadas. Quién iba a decirnos, cuando nos creíamos revolucionarios por vindicar el desorden y denostar la burocracia, como hacen añora los plutócratas y los presidentes de gobierno, que un buen camino para mejorar el mundo sería aprobar unas oposiciones.