Tribuna

Una defensa de las políticas de la identidad

Las críticas de los liberales y de los viejos socialdemócratas a las nuevas realidades ignoran un pilar de la democracia: la inclusión

RAQUEL MARÍN

Tras la solemne declaración de Donald Trump de que solo hay dos géneros, la vida sexual de los americanos se verá modificada tanto como la navegación de los barcos por el Golfo de México, al que la administración llamará oficialmente Golfo de América, es decir, nada. No se conseguirá así cambiar el comportamiento de nadie, aunque todos quedan advertidos de que está en las intenciones del nuevo Gobierno abandonar cu...

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Tras la solemne declaración de Donald Trump de que solo hay dos géneros, la vida sexual de los americanos se verá modificada tanto como la navegación de los barcos por el Golfo de México, al que la administración llamará oficialmente Golfo de América, es decir, nada. No se conseguirá así cambiar el comportamiento de nadie, aunque todos quedan advertidos de que está en las intenciones del nuevo Gobierno abandonar cualquier política pública que implique un reconocimiento de la diversidad sexual y que practicará todo el imperialismo que las circunstancias (los recursos propios y la voluntad ajena) le permitan.

¿A qué se debe esta batalla contra las políticas inclusivas y de diversidad? ¿Es posible que a tanta gente le moleste el color de la piel y la diversidad sexual o se trata de una narrativa que pretende otras cosas todavía menos confesables? ¿Por qué achacar el accidente aéreo a las políticas de la diversidad de los anteriores gobiernos? Si las políticas de la identidad están en el punto de mira de las nuevas derechas es porque han advertido que con ellas podría alterarse el equilibrio en el que se ha estabilizado la actual distribución de ventajas y desventajas sociales.

Un tópico recorre incuestionado los análisis de la derecha y parte de la izquierda: para la derecha la sociedad vendría a ser un todo pacífico (una nación incuestionada, una dualidad sexual evidente, un ascenso social al alcance para cualquiera que se esfuerce) y las políticas de la identidad no han hecho otra cosa que romper este entendimiento; una parte de la izquierda sostiene que tales políticas distraen de las desigualdades económicas y suponen un abandono del objetivo de la redistribución. Quienes critican las políticas de la identidad desde la derecha afirman que así nos olvidamos de la nación y quienes las critican desde la izquierda temen que nos olvidemos entonces de la economía, como si ocuparse de los migrantes o de las mujeres fuera una distracción antipatriótica o una renuncia a la justicia social, como si quienes pertenecen a una nación o actúan en el ámbito económico no tuvieran una identidad concreta y diferenciada que condiciona la pertenencia a la comunidad política y sus ventajas o desventajas económicas.

El rechazo conservador de debe a que las políticas de la diversidad se centran en el combate contra el racismo, el supremacismo o el sexismo, cuyos beneficiarios, no por casualidad, suelen estar en correlación con el riesgo de pobreza. Quienes se oponen a las políticas inclusivas no lo hacen defendiendo explícitamente a los privilegiados, pero ese es el resultado de su crítica: la ceguera ante ciertas formas estructurales de exclusión y su consolidación.

Las políticas de la identidad no quieren sustituir a las políticas de redistribución propias del Estado del bienestar, sino para integrar a ciertos grupos marginalizados con una visión más interseccional, es decir, mediante el análisis de las circunstancias que hacen que coincidan las formas de exclusión económica y las marginaciones por motivos de identidad. Esta nueva agenda no implica una ruptura con las políticas de redistribución porque ya el viejo capitalismo se asentaba en exclusiones debidas a la identidad. El desarrollo del capitalismo no se puede entender, por ejemplo, sin la exclusión del trabajo doméstico de las mujeres de la categoría del trabajo reconocido y pagado, del mismo modo que fue fundamental para el capitalismo el racismo colonial. Las actuales amenazas de expulsión de las personas indocumentadas en Estados Unidos es una cuestión de clase disfrazada de cuestión identitaria; no se conseguirá expulsar a todos, pero se logrará atemorizar a muchos para que acepten las peores condiciones laborales.

Ambas críticas, la de los liberales y la de los viejos socialdemócratas, están llenas de lugares comunes y pasan por encima de todas las implicaciones democráticas del asunto. La democracia es fundamentalmente inclusión, la promesa de una libertad sin exclusiones. Las políticas de la identidad son necesarias precisamente para que la promesa democrática de igualdad y libertad sea real para todos. Las aspiraciones universales a la igualdad y la libertad no se pueden realizar sino en virtud de eso que englobamos bajo el término de políticas de la identidad, que no son una extravagancia o una obsesión pasajera sino un elemento necesario de la democracia, de esa democracia que debe reflexionar continuamente sobre las exclusiones y discriminaciones que produce.

Por supuesto que no se trata de sustituir una hegemonía por otra. Las identidades, también las que están en un proceso de emancipación, pueden acabar adoptando los mismos formatos esencialistas frente a los que se rebelaron, reproduciendo en su interior una homogeneidad similar a la que se les impuso desde fuera y les marginalizó. Hay exclusiones en la propia comunidad homosexual, como se cuestiona la posibilidad de que haya feministas liberales o versiones del nacionalismo periférico que adoptan las mismas formas impositivas que el nacionalismo central al que se oponen. El potencial emancipativo de las políticas de la identidad se echaría a perder si sus destinatarios fueran insensibles a las formas de marginación que pueden darse en su seno.

Las políticas de la identidad no solo están para denunciar las represiones existentes; también deberían propiciar la reflexión crítica sobre la propia identidad. Más que prescribir una determinada identidad, el objetivo de estas políticas debería permitir la negociación permanente acerca de las identidades. Sabemos bien que las identidades nunca son compactas, sino que surgen de elementos heterogéneos y en parte contradictorios que se van transformando con el tiempo. Eso de pertenecer a un colectivo es mucho más problemático de lo que parece. El sentido de pertenencia a una comunidad, incluso de marginados, es a su vez muy diverso. En el mundo homosexual es controvertida la idea de pertenencia a una comunidad. Tampoco es un asunto pacíficamente compartido cuántas letras han de añadirse a la etiqueta LGTBQI+ y de qué manera se articula esto con la clásica lucha feminista. Cuando la política de la identidad tiene éxito y desaparece la discriminación contra la que surgió, cambia también la identidad que se construyó a partir de la experiencia común de discriminación. Donde las normas patriarcales y la discriminación sexista desaparece (si es que esto puede conseguirse completamente), hay mujeres que no se declaran explícitamente feministas o emigrantes que dejan de considerarse como tales a sí mismo e incluso pueden votar a partidos xenófobos. La propia orientación sexual o la procedencia geográfica puede dejar de ser el punto central de auto-identificación.

La diversidad (que nos distingue de otros) es también diversa (y nos distingue entre nosotros). Cambia la concepción de la españolidad o la masculinidad a lo largo de la historia y ni siquiera los contemporáneos logramos ponernos completamente de acuerdo acerca de qué significan ambas cosas. El reciente debate acerca de lo charnego en Cataluña es un ejemplo de hasta qué punto las minorías acogen a otras minorías en su seno o, mejor, que existen varias maneras de ser catalán. Hay formas diversas de ser feminista, distintas historias de migración, modos diferentes de identificarse con la nación, por lo que el feminismo deberá acoger en su seno diferentes reivindicaciones y nadie tiene el derecho a considerar un traidor a quien sienta la pertenencia nacional de otro modo. Las mayorías y las minorías viven en mundos muy distintos, pero tampoco los marginados comparten la misma experiencia de represión.

Si la democracia es un proceso de continuo cuestionamiento y revisión, las políticas de la identidad están obligadas a ponderar una y otra vez el equilibrio entre particularidad y universalidad, examinar si cumplen realmente la promesa de libertad e igualdad, si no están dando lugar a nuevas exclusiones que sería necesario corregir. Además de denunciar las cancelaciones de los programas de diversidad e inclusión, el combate por el reconocimiento del pluralismo comienza con el reconocimiento del pluralismo interior en aquella identidad que aspiramos a que sea reconocida.

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