Contra la libertad de expresión
La investidura de Trump consagra en la Casa Blanca la unión del poder político con las grandes tecnológicas y las empresas más poderosas del planeta contra los fundamentos ilustrados de las democracias liberales
Cuando la defensa de la libertad de expresión cae en manos de los dueños absolutos de los canales de comunicación a escala mundial, es que ha cambiado de sentido un derecho originariamente concebido para proteger a la ciudadanía del poder de los Estados y su afán controlador. Hoy es el poder quien quiere desregular las condiciones de la comunicación para fomentar la propaganda y la falsificación de la realidad deliberadamente tendenciosa con fines políticos, asociados a los intereses empresariales de quienes controlan las autopistas que impulsan la opinión y la información, verdadera o falsa, ...
Cuando la defensa de la libertad de expresión cae en manos de los dueños absolutos de los canales de comunicación a escala mundial, es que ha cambiado de sentido un derecho originariamente concebido para proteger a la ciudadanía del poder de los Estados y su afán controlador. Hoy es el poder quien quiere desregular las condiciones de la comunicación para fomentar la propaganda y la falsificación de la realidad deliberadamente tendenciosa con fines políticos, asociados a los intereses empresariales de quienes controlan las autopistas que impulsan la opinión y la información, verdadera o falsa, eso da igual. Hoy la desinformación militante circula por una gigantesca red de redes que llega a todos, y a todos llega de diferente forma en función del algoritmo opaco e impenetrable que nos regula a cada uno.
La paradoja definitiva e inteligentísima de Elon Musk o Mark Zuckerberg es defender la libertad de expresión contra la coacción que dicen padecer de los poderes democráticos. Esta resignificación totalitaria del derecho a la libertad de expresión va dirigida, paradójicamente, a inundar las redes de contenidos falsos, excitantes y provocativos para consumidores incautos, presas fáciles de la enormidad más absurda. Llega a nuestros móviles sin filtro pero con la pátina de veracidad incontestable y exclusiva, exclusiva para cada uno de nosotros, bombardeado una y otra vez con los mismos mensajes y sin herramientas de discriminación de la veracidad o mendacidad de lo que recibimos. Es una variante nueva de la lucha de clases: unos tienen instrumentos intelectuales y formativos para rebatir esos engrudos, e incluso para combatirlos, y muchos otros no los tienen ni los tendrán nunca.
La reacción contrailustrada ha dejado de ser una amenaza para ser una operación global y cotidiana en nuestros terminales digitales y a la vista de todos: los jefes de las grandes teconológicas, Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y el director ejecutivo de Google, Sundar Pichai, ocupaban un lugar privilegiado en la investidura de Donald Trump, y ha sido el propio Trump quien ha explicado su propósito de “recuperar las opiniones libres en EE UU”. El cambio es histórico y es cualitativo: consiste en dotar de plena legitimidad universal a una tríada plutocrática —antes se llamaba oligopolio— que alía en un solo centro al máximo poder político, al máximo poder económico y al máximo poder comunicacional de forma compacta, invasiva e inatacable con las armas de la democracia liberal del siglo XX.
Este blindaje duró doscientos años y rindió grandes beneficios a las sociedades modernas, pero hoy es anacrónico, obsoleto, inútil y hasta legitimador de la ofensiva totalitaria que inspira a los nuevos poderes ligados a Trump y sus hermanos políticos de ultraderecha repartidos por el globo. No hay ocultación alguna ya, y así lo ha dicho el nuevo jefe de asuntos globales de Meta, Joel Kaplan, en sintonía con Elon Musk. Según él, el propósito de moderar contenidos “ha ido demasiado lejos”, cuando en realidad seguían muy lejos de ser eficientes en el control de mensajes directamente racistas, misóginos y homófobos, negacionistas de la ciencia y de cualquier evidencia. La realidad, según ellos, es que la ciudadanía es víctima de la censura y las megaempresas tecnológicas también, por culpa de la presión de los poderes políticos para prohibir y penalizar discursos que caen una y otra vez en delitos tipificados en cualquier otro ámbito que no sea la esfera digital.
Cuando mande este artículo al periódico, tendré que quitar expresiones como las que acabo de leer en redes en las que se pregunta un tipo cuántas pollas ha chupado esa mañana una periodista con nombre y apellido en un programa de televisión, la acusación de violadores compulsivos dirigida a un grupo de muchachos negros paseando por una calle de Tenerife o las amenazas directas infligidas contra otra periodista —“puta, guarra, chupapollas”— porque ha rectificado una mentira de un político de ultraderecha. ¿Me dejará la directora de este periódico mantener estas expresiones en el artículo o coartará mi libertad de expresión obligándome a suprimirlas? ¿Tendrán razón Zuckerberg y Trump en que Pepa Bueno está erigiéndose en censora impía de la libertad de expresión que no disfruto aquí pero sí tendría en las redes? No contesten, no hace falta. Ya ha contestado el nuevo jefe de asuntos globales de Meta (es decir, Facebook, Instagram, WhatsApp): “A pesar de lo bien intencionados que han sido muchos de estos esfuerzos, se han expandido con el tiempo hasta el punto en que estamos cometiendo demasiados errores, frustrando a nuestros usuarios y, con demasiada frecuencia, interponiéndonos en el camino de la libertad de expresión que nos propusimos permitir”. De hecho, según ellos, “un programa destinado a informar, con demasiada frecuencia, se convirtió en una herramienta para censurar”.
La inteligencia de la operación es diabólica porque pone contra las cuerdas la convicción esencialmente democrática de defender la libertad de expresión, cuando esa libertad de expresión ya no es otra cosa que permisividad interesada ante delitos de insultos, difamación y mentiras sistemáticas. En nombre de esa libertad garantizan la posibilidad de inundar de mendacidad programada y masiva los móviles de la población, pero se reservan el derecho a controlar el discurso de forma opaca y unidireccional. Rechazan la legislación abierta mientras diseñan algoritmos que impulsan y cancelan a oscuras la expresión de todos, como más de una vez ha explicado Marta Peirano. Cuando un medio profesional defienda una posición contraria a la difundida masivamente en redes, el malo será el medio profesional porque el veraz y creíble es el que recibe cada cual en su móvil, sin control, sin verificación: con entera libertad... O reconceptualizamos el significado de la libertad de expresión en la era digital o la era digital va a terminar con uno de los fundamentos cruciales de la democracia.
Hoy se ha invertido la ecuación y son los gigantes tecnológicos aupados al poder del Estado quienes reivindican el derecho a la impunidad disfrazado de derecho a la libertad de expresión. Ese es el genial giro que han introducido en la conversación pública: exigen Estados que no regulen sus operaciones de comunicación para garantizar la perpetuación de beneficios estratosféricos, fundados en la adicción que las redes sociales inducen programáticamente en la ciudadanía. Las redes fundan su negocio básicamente en la incontinencia del narcisismo de la mayoría de la población y la existencia de un lugar —las mismas redes— que, por fin, nos resarce de la frustración de proferir nuestras grandes ideas círculos sociales que antes no pasaban de la mujer, la novia, el amante, la hija o el hijo, el amigo o el vecino. En cambio, hoy crece en repercusión a medida que aumenta la brutalidad o la enormidad del comentario: ese es el centro de la adicción a las redes, cebado exponencialmente por el narcisismo de un emisor sin límites, obligado a verificar cada dos por tres si alguien ha prestado atención a su insustituible opinión (por supuesto, anónima: otra lacra que justifica el desbocamiento que antes era íntimo y hoy es público) y dispuesto de inmediato a volver a la carga aumentando el decibelio tremendista.
No parece haber mucho margen. O los poderes públicos interceptan este obsceno tráfico de drogas duras o la turbamulta de narcisistas que somos reducirá gravemente la capacidad de control del instrumento que inventamos hace ya muchos años: el Estado es, y sigue siendo, el único poder regulador de nuestra propia barbarie contra la depredación económica a cualquier coste democrático que propician las grandes tecnológicas y sus socios políticos. Hoy solo se puede estar en contra de una libertad de expresión que protege la impunidad de unas ganancias cuya continuidad va ligada al fin de los controles de las democracias liberales.