Qué significa hoy defender la institucionalidad
La defensa del sistema a través de una idea virtuosa de respeto a las instituciones resulta válida si aquello a defender está bien construido
¿Debe dimitir el fiscal general del Estado si está investigado en un proceso judicial, o defender su permanencia es una expresión genuina de resistencia democrática? ¿Es un acto de responsabilidad denunciar comportamientos judiciales poco ortodoxos o hacerlo vulnera su derecho a la independencia y deteriora la calidad del Estado de derecho? ¿Es legítimo buscar una interpretación que imposibilite la aplicación de una ley o hacer...
¿Debe dimitir el fiscal general del Estado si está investigado en un proceso judicial, o defender su permanencia es una expresión genuina de resistencia democrática? ¿Es un acto de responsabilidad denunciar comportamientos judiciales poco ortodoxos o hacerlo vulnera su derecho a la independencia y deteriora la calidad del Estado de derecho? ¿Es legítimo buscar una interpretación que imposibilite la aplicación de una ley o hacerlo impacta en la separación de poderes al desbordar intencionadamente el mandato constitucional del poder judicial? Las cuestiones formuladas y aquellas otras que pueda imaginar el lector afloran implícitamente en las grandes discusiones que hoy vertebran la conversación pública en nuestro país. No se trata de entrar ahora en lo mollar de los debates con argumentos a favor o en contra. El problema sobre el que quiero llamar la atención es previo y consiste en aclarar en qué consiste eso de ser o comportarse de manera institucional. El tema me parece relevante porque de forma habitual se apela a su defensa para jerarquizar comportamientos y, como resultado, estrechar el margen de la respuesta aceptable a los desafíos que hoy soporta nuestro sistema democrático. Pues bien, ¿qué es eso de la institucionalidad?
Se atribuye a Jean Monnet, inspirador del proceso de integración europea, la frase en la que se afirma que “la vida de las instituciones es más larga que la de los hombres, y las instituciones pueden, por tanto, si están bien construidas, acumular y transmitir la sabiduría de generaciones sucesivas”. Pues bien, partiendo de la importancia que tiene contar con un sistema institucional fiable y robusto, la defensa de la institucionalidad no es otra cosa que priorizar comportamientos o actitudes favorables a la estabilidad y el crédito de las instituciones virtuosas en detrimento de las personas que actúan en ellas. Se trata, en suma, de una suerte de compromiso ineludible de todos los actores políticos con la defensa de los elementos que conforman la arquitectura democrática de un país. Así, lo institucional podría identificarse con una suerte de lealtad autoimpuesta hacia lo que representan los fundamentos de las estructuras del sistema.
Obviamente, la defensa de la institucionalidad va más allá del comportamiento que impone expresamente el ordenamiento jurídico. En el fondo, determina sutilmente aquello que es conveniente hacer o decir para evitar generar daños irreparables que puedan comprometer la viabilidad futura del sistema político. La institucionalidad opera, en definitiva, como una suerte de brújula que orienta comportamientos modulando la acción y decisión de todos en un ejercicio sofisticado de autocontención. La materialización de esta idea, descrita aquí sin pretensión academicista, no deja de ser una construcción de sedimentación compleja y en modo alguno opera como una realidad pétrea. Se trata, más bien, de una configuración mutable dependiente de las circunstancias que imponen el lugar y las condiciones de cada momento.
Desde esta lógica, podríamos concluir que hasta la fecha hemos asumido que un cargo público debía dimitir si resultaba implicado en un proceso judicial para evitar que lo personal deteriorara la reputación de la institución. Hasta aquí nada que objetar. Pero tampoco podemos obviar que determinada forma de entender hoy la institucionalidad ha llevado a muchos a aceptar una oposición política encaminada a cuestionar la legitimidad del Gobierno de coalición por quién lo conforma y las decisiones que adopta. La aprobación de la ley de amnistía en el Congreso de los Diputados justificó, de hecho, un llamamiento a la resistencia urbi et orbe en forma de “quien pueda hacer que haga”. La realidad demuestra que no han faltado interpretaciones judiciales creativas para impedir la aplicación de la amnistía a los líderes del procés. Pero, entonces, ¿qué significa ser o comportarse de acuerdo con la “institucionalidad”? ¿Hay una concepción subjetiva de lo institucional igualmente válida? Más relevante todavía, ¿la institucionalidad significa hoy lo mismo que ayer? Y, si no es así, ¿de qué depende?
Un ejemplo puede ayudarnos a despejar incógnitas. Hasta no hace tanto tiempo las críticas al comportamiento público o privado de quien fue titular de la Corona resultaron silenciadas bajo el falso pretexto de no desestabilizar uno de los pilares sobre los que la Transición asentó el pacto de convivencia en España. Más tarde, y conocidas todas las tropelías cometidas, lo institucional ya no era seguir callando, sino denunciar lo hecho y arbitrar una abdicación del Rey con el fin de preservar el futuro de la institución en manos de un nuevo titular. En definitiva, las explicaciones que inicialmente no se exigieron por resultar contrarias a una concepción (errónea) de lo institucional, más tarde sirvieron para depurar un mal funcionamiento de la institución y preservar la sostenibilidad de una monarquía renovada para un tiempo nuevo. Pues bien, si la misma idea de institucionalidad ha servido con la Corona para defender una cosa y la contraria en un lapso de tiempo relativamente breve, ¿podría estar ocurriendo algo parecido ahora con algunos comportamientos atribuibles a determinados poderes del Estado?
En España, lo que ha significado tradicionalmente la idea de institucionalidad aplicada a la relación entre el poder político y el poder judicial ha operado en un ancho de banda relativamente bien perimetrado. Desde esta consideración no ha sido aceptable que un miembro del Gobierno o del poder legislativo en activo formulara una crítica contra actuaciones judiciales y, cuando ha ocurrido, el sistema de gobierno de los jueces ha reaccionado denunciando una injerencia inaceptable. Esta aproximación ha generado frases automatizadas que todavía se formulan con cierta naturalidad en cada una de las discusiones que hoy se plantean. Nos referimos a expresiones del tipo “dejemos que la justicia haga su trabajo”; “las decisiones judiciales no se discuten, se acatan”; o aquella otra de “las decisiones judiciales que no se comparten pueden ser recurridas ante los tribunales”. Lo mismo cabe decir en relación con quien, ejerciendo un cargo público, se ve inmerso en una investigación judicial. En estos casos, sin negar el derecho a la presunción de inocencia, ha existido cierto consenso en señalar que un comportamiento acorde a lo institucional exige la renuncia al cargo para que la causa no erosione la institución.
Este es el argumento clásico con el que algunos sectores de opinión piden hoy la dimisión del fiscal general del Estado, al que se investiga judicialmente por aclarar un bulo extendido desde el gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid y relacionado con un caso de fraude a la Hacienda Pública atribuido a quien es hoy su pareja. Pero la cuestión no es ahora tan obvia y tiene sentido formularse una pregunta previa: ¿quién está defendiendo hoy una virtuosa interpretación de lo institucional? ¿El fiscal general del Estado por permanecer en el cargo hasta que el proceso judicial contra él concluya o quienes defienden su dimisión antes de conocer el resultado de un enrevesado proceso activado con pretensiones más que dudosas? El asunto también exige detenerse a aclarar otro matiz relacionado con la calidad de la propia estructura institucional.
La defensa del sistema a través de una idea virtuosa de “respeto a la institucionalidad” resulta válida si aquello a defender está bien construido, en los términos que señalaba en la cita Jean Monnet. También podría exigirse que el sistema no opere bajo intereses espurios, técnicamente discutibles o fallos estructurales que ameriten reformas largamente aplazadas. Es sabido que la realidad jurídica e institucional de España da pruebas, en diferentes frentes, de lo que en ingeniería se conoce como fatiga de materiales. Algo así solo puede solucionarse con una vocación reformista sobre aspectos harto conocidos que alcanzan también al poder judicial, además de la propia Constitución. En tal contexto cabría plantearse la conveniencia de resignificar la idea misma de lo que es o no respetuoso con la institucionalidad. La cuestión no es retórica. Tampoco la respuesta constituye un ejercicio de mera reflexión sin consecuencias prácticas para el buen funcionamiento de una estructura democrática aquejada de múltiples amenazas, algunas de las cuales operan valiéndose de los cauces que ofrece el propio sistema. Todo muy institucional, ¿no les parece?