Sin remedio
La obra de Steinbeck se yergue poderosa sin que se reflejen en ella los vaivenes del autor. Pero el arte palpita en esos vaivenes
Nos sobreponemos con dificultad a nosotros mismos. Somos más proclives a usar la artillería farmacológica que el lento alivio proporcionado por otras disciplinas, como la reflexión o la lectura, que no acaban con el padecimiento en minutos, pero producen efectos más duraderos. Ante la pérdida de sentido, recurrimos a los martillazos de la química. Urgidos por la necesidad de acabar con el dolor, no vemos que el vacío puede ser el sitio adecuado para reparar laceraciones. Hay quienes, pasando por cosas similares, tuvieron lucidez y talento para describirlas de tal modo que el resultado no es un...
Nos sobreponemos con dificultad a nosotros mismos. Somos más proclives a usar la artillería farmacológica que el lento alivio proporcionado por otras disciplinas, como la reflexión o la lectura, que no acaban con el padecimiento en minutos, pero producen efectos más duraderos. Ante la pérdida de sentido, recurrimos a los martillazos de la química. Urgidos por la necesidad de acabar con el dolor, no vemos que el vacío puede ser el sitio adecuado para reparar laceraciones. Hay quienes, pasando por cosas similares, tuvieron lucidez y talento para describirlas de tal modo que el resultado no es una catarsis sino una lengua universal. Son esclarecedoras las reflexiones de John Steinbeck publicadas por la Paris Review en 1969. Es notable la pérdida y recuperación de la confianza en sí mismo que reflejan: “Hoy me siento como un inútil. He echado mano de todas las excusas físicas posible para no trabajar. He perdido el tiempo, he ido al lavabo innumerables veces. Sé que una de las razones es la siguiente escena, la temo como un condenado”. Apenas después: “¡Ay, Dios, qué bien me siento! Me da un poco de miedo, como si no pudiera durar”. Apenas después: “Este libro está haciendo cosas notables por y para mí. Es imposible describir la sensación, pero es como un sentimiento de fiesta y de liberación”. Apenas después: “Mi obra no cuaja. Es tan escurridiza como un huevo roto en el suelo de la cocina. (…) me aterroriza poner fin al libro por miedo a que yo mismo esté acabado”. Hoy lo diagnosticarían como bipolar. Su obra ―Al este del Edén, Las uvas de la ira― se yergue poderosa sin que se reflejen en ella los vaivenes del autor. Pero el arte palpita en esos vaivenes. Lo que tiene la apariencia de un abismo es una bisagra, una entrada de oxígeno aunque llegue bajo la forma de la zozobra y el temor. La vida entra por allí, se abre paso en esos huecos. Hay que entregarse al dominio de lo que no entendemos para volver, a veces, a reinar sobre nosotros mismos. Sin subterfugios, sin remedio.