Mi mapa de miedos políticos: ‘Pedro y el lobo’
‘TintaLibre’ reproduce las reflexiones de Bernat Castany sobre el miedo, sus distintas variables y cómo afecta a la sociedad, destacando su uso como herramienta de control y su naturaleza inherente a la condición humana
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Basado en hechos reales
Es extraño que nadie haya hecho todavía una película sobre el hecho de que Adolf Hitler y Stefan Zweig fuesen vecinos en la trepidante Viena de los años veinte. Una película que se inspire en Alien, pues la historia tiene un poco de ciencia ficción, ya que habla de mundos paralelos, y un mucho de terror, ya que en uno de esos mundos vive un depredador implacable. Aunque también podría inspirarse en El resplandor, ya que, al fondo del pasillo, están los fantasmas mellizos del miedo y la melancolía, invitándonos a jugar con ellos. Pero empecemos por el principio.
Escena uno. Stefan Zweig celebra, en El mundo de ayer, la “atmósfera especialmente propicia” de la ciudad de Viena. Una ciudad “acogedora y dotada de un sentido especial de la receptividad”, que “atraía las fuerzas más dispares”, generando una “atmósfera de conciliación espiritual”, en la que “el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del mundo.” En sus calles, dice, “experimenté la vida en sus mil formas y variedades, y no me hastié.” Era joven, tenía amigos, y su mundo aún no se había derrumbado. Fundido a (muy) negro.
Escena dos. Adolf Hitler confiesa, en Mi lucha, sentir asco y miedo ante el carácter mezclado y cambiante de esa misma ciudad, que le hace sentir que el mundo, tal y como él lo había conocido, o más bien tal y como había imaginado conocerlo, estaba al borde de la desaparición. Adentro voz en off: “Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en la capital de la monarquía austríaca; repugnante esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas, etc.” Una ciudad, además, llena de lo que hoy llamaríamos posmodernos, escépticos, constructivistas o nihilistas, ya que en ella “se negaba todo”, pues “la nación no era otra cosa que una invención de los ‘capitalistas’; la patria, un instrumento de la burguesía destinado a explotar a la clase obrera; la autoridad de la ley, un medio de subyugar el proletariado; la escuela, una institución para educar esclavos y también amos; la religión, un recurso para idiotizar a la masa predestinada a la explotación; la moral, signo de estúpida resignación, etc. Nada había, pues, que no fuese arrojado en el lodo más inmundo.” Suena la cabalgata de las walkirias de Wagner. Flashforward.
Veinte años después, y con apenas tres años de diferencia, Hitler y Zweig se suicidarán. El primero, después de haber chocado, una y otra vez, como una mosca aterrorizada, contra el cristal blindado de una realidad cuya tendencia pertinaz a los cambios y a las mezclas nunca fue capaz de soportar. El segundo, invadido por la melancolía de ver que su “mundo de ayer” había desaparecido, y por el miedo, comprensible, pero siempre precipitado –pues, tal y como le dice Edgar al rey Lear: “No es lo peor mientras podamos decir: ‘Es lo peor’”-, de que los nazis estuviesen a punto de hacer realidad la realidad de “el hombre del castillo”. Digo, de dominar el mundo. The End.
¿Cuántos Adolfs y cuántos Stefans habrá en estos mismos momentos, haciendo “scroll infinito” ante la inmensa, cambiante y mezclada Viena del mundo? ¿Cuántos temerán que éste se convierta en una papilla informe de razas, lenguas y culturas, y sueñan con devolver, aunque sea a las malas, las cosas a su sitio? ¿Y cuántos celebran, mientras les va bien, la dinámica infinitud del mundo, para luego rendirse a la hiperactividad de los asustados, y a la parálisis del fatalismo melancólico?
¿Cuántos Adolfs Hitler y cuántos Stefans Zweig habrá en estos mismos momentos, haciendo “scroll infinito” ante la inmensa, cambiante y mezclada Viena del mundo? ¿Cuántos temerán que éste se convierta en una papilla informe de razas, lenguas y culturas, y sueñan con devolver, aunque sea a las malas, las cosas a su sitio? ¿Y cuántos celebran, mientras les va bien, la dinámica infinitud del mundo, para luego rendirse a la hiperactividad de los asustados, y a la parálisis del fatalismo melancólico?
Moraleja. Decir que nada debería darnos más miedo que la persona que tiene miedo no es un mero juego de palabras. Ya sea porque la persona poseída por el miedo se cree con el derecho de matar “en legítima defensa”, ya sea porque, como el que cree ahogarse, puede acabar ahogando al que acude a salvarlo. Todo lo cual puede acabar generando una espiral del miedo en la que todos acabémonos entrematándonos, como en la escena final de El odio, de Kassovitz, o entreahogándonos, como se sugiere en La balsa de la medusa, de Géricault. Para salir de esa espiral, deberíamos pensar bien los tipos de miedos que existen, los usos y malusos de los que suelen ser objeto, y las ideas y las acciones con las que deberíamos enfrentarnos a ellos. ¡Acción!
Una cartografía del miedo
Existen miedos para dar y vender. Sobre todo para vender, porque el miedo debería ser contado como una de las mercancías más rentables de la historia. Podríamos llamarlo “el oro marrón”. (Ya sabemos todos por qué…). Pero, igual que hubo muchos tipos de especias, y hay muchos tipos de minerales, también hay muchos tipos de miedo. Aunque el producto final sea siempre el mismo: obtener un rédito económico o político, a nivel individual o colectivo.
La cartografía de los miedos es enormemente variada. Por empezar por algún sitio, señalemos que, tal y como mostró Isaac Rosa en El país del miedo, cada clase social suele verse torturada por unos miedos específicos. Porque no pueden temer las mismas cosas aquellos que viven apremiados por necesidades económicas inmediatas, y aquellos cuyo bienestar les permite torturarse con otro tipo de amenazas, más tardías o difusas, cuando no directamente neuróticas. Tal y como apuntaba el lema que los chalecos amarillos enarbolaron durante sus protestas, desde octubre de 2018: “Vuestro fin del mundo, nuestro fin de mes.” De ahí que la extrema derecha, y la derecha extremada (esto es, la derecha que opta por entrar en competición y alianza con la extrema derecha, haciéndole de este modo el favor de naturalizar sus ideas), desarrolle un doble discurso, que busca excitar, a la vez, los miedos supervivenciales de las clases más desfavorecidas, y los miedos ideológicos de las clases pudientes. El resultado es ese discurso rojipardo, que han estudiado Steven Forti y Pablo Stefanoni, que reclama políticas sociales para los de casa o defiende torticeramente ciertos derechos civiles, sólo como un modo de diferenciarse de la barbarie extranjera.
También existen miedos diferentes según los países o las regiones. Sin duda, no experimentan los mismos tipos de miedo los habitantes de países en los que existen tasas de pobreza y de criminalidad realmente elevadas, como Sudán o México (a los que podríamos añadir los habitantes del cuarto mundo, que podemos hallar en Detroit o París), que aquellos que viven en países como Austria, Suiza o Dinamarca. Los primeros lo único que desean es sobrevivir como individuos, para lo cual están dispuestos a apoyar o a someterse a gobiernos tiránicos, o a arriesgar sus vidas para huir del peligro. Que es exactamente lo mismo que haríamos todos. Los segundos viven con el miedo de ser invadidos por los primeros, frente a lo cual también están dispuestos a apoyar o a someterse a aquellos partidos políticos que les prometen una seguridad cuyo precio ellos mismos aumentan hasta el delirio exagerando o inventando las amenazas reales. Pero de tal modo que parece un accidente…
Claro que la percepción del peligro no responde exclusivamente a factores “objetivos”, sino también a condicionamientos “subjetivos”, de tipo cultural, ideológico o religioso. En ciertos contextos religiosos, podemos vivir aterrorizados por morir sin confesión, por las tentaciones del diablo o por la proximidad de un apocalipsis teológico. Mientras que, en contextos más seculares, viviremos (no menos) angustiados por otras causas más anodinas, y no siempre más reales, como la hipocondría, el fracaso, la precariedad o el futuro de la nación. Y, según nuestra tendencia ideológica, podemos llegar a distinguir entre miedos de derechas (como aquellos que despierta en algunos el avance, real o imaginario, del comunismo o la extrema izquierda, el olvido de la tradición o la disolución de los lazos sociales tradicionales) y miedos de izquierdas (como los que provoca el avance, hoy en día bastante real, del fascismo o la extrema derecha, la reimposición de los viejos lazos sociales, el aumento de la desprotección o la precariedad).
Pero la cartografía de los miedos no sólo es enormemente plural, sino también dinámica. En el año mil, nadie temía a un holocausto nuclear, y en el siglo XXI, casi nadie teme que el demonio baje a la tierra. Europa vivió aterrorizada durante varios siglos por la amenaza del turco, que hoy regresa bajo la forma del miedo al terrorismo y a la inmigración, que, siguiendo la teoría del “gran reemplazo”, de Renaud Camus, es vista como un lento desembarco de un ejército musulmán, que busca reconquistar Europa. Pero los peligros y las amenazas aparecen y desaparecen a gran velocidad, como si fuesen las nubes de una tormenta perfecta que nunca acaba de desembocar en diluvio universal. Cristianos comeniños, judíos envenenapozos, moriscos conchabados, demonios disfrazados, brujas pervertidoras, jinetes del apocalipsis, faustos tecnológicos, libertinos nihilistas, inmigrantes invasores, feminazis revanchistas…
Pero todos aquellos que se sienten tentados de creer que van a ser testigos del fin del mundo deberían saber que prácticamente todas las generaciones han reclamado para sí el triste privilegio de que sea, precisamente, en el parpadeo de su vida cuando se produzca el fin de un proceso de cientos de miles de años, como es la historia de la humanidad. Además, olvidan, de un lado, que basta con que una sola bacteria sobreviva en el fondo de la fosa de las Marianas, para que todo vuelva a comenzar. Y desatienden, del otro, que la especie humana nunca estuvo tan cerca de su final como cuando estuvo en su principio. Porque, en la época prehistórica, cada invierno amenazaba con barrer a nuestra especie de la faz de la tierra. Y cada primavera lo que celebrábamos no era que pudiésemos apagar la calefacción, sino que la especie humana había sobrevivido un año más. Así que menos tigres dientes de sable, o menos lobos... En todo caso, la historia de la humanidad se parece al cuento de Pedro y el lobo, sólo que el pueblo sube una y otra vez a la montaña, sin acabar de entender que, cada vez que sube a defender a unas ovejas que ramonean en perfecta tranquilidad, los amigos de Pedro les saquean las casas.
Claro que los miedos no sólo cambian en el ámbito colectivo, sino también en el individual. Podemos distinguir rasgos caracteriológicos (una mayor o menor propensión a la ansiedad, al control o a la racionalización); etarios (los niños temen a los monstruos, al abandono o a la desaprobación de sus padres; los adolescentes, a la soledad, al ridículo o a la desaprobación de sus amigos; los adultos al fracaso, al paro o a la infelicidad de sus hijos; y los ancianos, a la enfermedad, a la muerte o a la delincuencia); educativos (el conocimiento histórico o científico, la cultura religiosa o los mandatos de género informa -y a veces deforma- nuestros temores); o biográficos (los traumas, enfermedades o abandonos que hayamos podido vivir pueden dificultar nuestra forma de enfrentarnos a los peligros que siempre existen). A lo que se le añade ese elemento misterioso e inaprensible que es la libertad individual, que hace que dos personas puedan reaccionar de modo diametralmente opuesto ante una misma situación o contexto.
La combinación de todos estos tipos de miedos, que pueden solaparse, anularse, catalizarse o permutarse, da lugar a una cartografía plural y móvil, que merece ser pensada, si realmente deseamos evitar que los mercaderes del miedo hagan su agosto con nosotros. Lo cual no significa que debamos acabar totalmente con él, porque el miedo forma parte, junto con otros sentimientos y sensaciones, agradables o aversivos, de un complejo sistema de información y motivación necesario para el mantenimiento y el despliegue de la vida, que sólo debe ser reprimido cuando se desarregla. O lo desarreglan
Si cediésemos a lo que Schopenhauer llamó furor simétrico, podríamos decir que todos estos miedos responden, en el fondo, a un único miedo, que es al miedo a la muerte, al que Lucrecio llamó “aguijón invisible”, y que, en su opinión, lo inflama o infecta todo, provocando, no sólo la ansiedad, sino también la hiperactividad, el dogmatismo, la codicia, la ambición, la agresividad y la guerra, que son otras tantas fantasías compensatorias de conocimiento, control y seguridad. Sea como fuere, la combinación de todos estos tipos de miedos, que pueden solaparse, anularse, catalizarse o permutarse, da lugar a una cartografía plural y móvil, que merece ser pensada, si realmente deseamos evitar que los mercaderes del miedo hagan su agosto con nosotros. Lo cual no significa que debamos acabar totalmente con él, porque el miedo forma parte, junto con otros sentimientos y sensaciones, agradables o aversivos, de un complejo sistema de información y motivación necesario para el mantenimiento y el despliegue de la vida, que sólo debe ser reprimido cuando se desarregla. O lo desarreglan.
Lo que está claro es que el miedo, como la energía, o las frases sobre la energía, no se destruye, sino que se transforma, y que esa transformación es una de las fuentes más duraderas, provechosas y sucias de la historia…
La rosa de los huracanes
Para orientarme en el proceloso mar de los miedos políticos, propongo la siguiente rosa de los vientos, o más bien rosa de los huracanes, que adopto y adapto de un esquema que el politólogo canadiense Antoine Roger realizó para organizar las principales teorías acerca del nacionalismo.
Según mi versión de este esquema, podemos distribuir los diferentes tipos de miedos políticos en función de dos grandes ejes. El eje horizontal distinguiría entre aquellos miedos que son el resultado de cambios estructurales (cambios sociales, culturales, económicos o ecológicos) y aquellos que son el resultado de una estrategia de actores particulares (que lo que harían sería expresar, exagerar o deformar los miedos normales, con una intensión más o menos interesada o altruista). El eje vertical distinguiría entre aquellos miedos que responden a un principio de dominación (en tanto que el discurso de peligro sería utilizado para obtener algún tipo de rédito social o político) y aquellos que responden a un principio de supervivencia (cuando la difusión de esos miedos tiene como objetivo hacernos tomar conciencia de, y enfrentarnos a, amenazas más o menos reales, como sería la difusión de ideologías antidemocráticas, el aumento de la injusticia social o el cambio climático).
La combinación de ambos ejes nos permitiría hablar de cuatro familias básicas de miedos (o de utilización de los miedos). En el cuadrante superior izquierdo, nos encontraríamos con aquellos miedos que responden, a la vez, a cambios estructurales y a un principio de dominación, en tanto que el miedo que despertaría ese tipo de cambios en la población ocasionaría que el dominio de uno u otro grupo se viese fundado, reforzado o cuestionado. Eso es lo que habría pasado, por ejemplo, con el miedo, mezclado con desprecio y con asco, que la nobleza blandió contra los burgueses, los burgueses contra los proletarios, y todos ellos contra los inmigrantes. Según dice Bauman, en Modernidad y holocausto, el origen del antisemitismo moderno se hallaría en el hecho de que los judíos fuesen un grupo indefinido y disruptor, que mezclaba características de los dos estamentos, “amenazando” con abolir el orden general. De ahí que se proyectasen sobre él prejuicios y miedos, que luego se proyectarían, a su vez, sobre los burgueses. También los cambios técnicos que puedan provocar miedos pueden acabar promocionando a uno u otro grupo. El hierro le dio la primacía a unos pueblos sobre otros, la imprenta acabó con el monopolio cultural que poseía la Iglesia, e internet no sólo está ocasionando cambios profundos en nuestros modos de conocer o actuar, sino también en la estructura socioeconómica del mundo. La distribución del poder siempre cambia, y siempre produce miedos estructurales que tienen, a su vez, efectos de poder.
En el cuadrante inferior izquierdo, nos encontraríamos con aquellos miedos que responden, nuevamente, a cambios estructurales, pero que, en lugar de obedecer a un principio de dominación, obedecen a un principio de supervivencia, ya sea como sociedad, ya sea como especie. Lo cual no significa que sean miedos proporcionales o reales, sino, simplemente, que responden a una voluntad de salvación. El miedo que nos provoca el cambio climático, el auge de la extrema derecha, la crisis de la salud mental o algunos de los efectos psicológicos, políticos o económicos que provocan las sucesivas revoluciones científico-técnicas, por ejemplo, serían miedos ajustados que nos informarían de tal o cual amenaza, y nos motivarían a hacer algo al respecto. Sin duda, nuestra falta de autodominio puede llevarnos a exagerarlos o deformarlos, para lo cual resulta necesaria la educación, la información y el debate. Pero, cuando algún grupo social o político los usa para aumentar su poder, entonces ya debemos cambiar de cuadrante…
El “pánico moral” designaría una preocupación desproporcionada, viral y volátil, obsesionada con un determinado grupo social, que, a raíz de algún suceso, no siempre real o significativo, habría pasado a ser percibido como una amenaza para los valores de la sociedad. Y aunque, en la mayor parte de las ocasiones, los ataques de pánico moral quedan en nada, este tipo de histerias colectivas suelen ser aprovechadas por algunos medios informativos y algunos grupos políticos para ganar votos o clicks
En el cuadrante superior derecho, nos hallamos con aquellos miedos que no responden ya a cambios estructurales, sino a la actividad de actores individuales (emprendedores morales, religiosos o morales) o colectivos (grupos de propaganda organizada, intelectuales orgánicos, think tanks, medios de comunicación), y que a la vez responden a un principio de dominación, en tanto que lo que buscan es obtener algún rédito individual, de tipo económico, político o narcisista, a nivel individual o colectivo. Es el caso, por ejemplo, de lo que Stanley Cohe llamó “pánico moral”, en su libro Demonios populares y pánicos morales, de 1972. Un término que designaría una preocupación desproporcionada, viral y volátil, obsesionada con un determinado grupo social, que, a raíz de algún suceso, no siempre real o significativo, habría pasado a ser percibido como una amenaza para los valores de la sociedad. Y aunque, en la mayor parte de las ocasiones, los ataques de pánico moral quedan en nada, este tipo de histerias colectivas suelen ser aprovechadas por algunos medios informativos y algunos grupos políticos para ganar votos o clicks. Tal y como han estudiado, en Francia, autores como Régis Meyran o Isabelle Barbéris en las últimas décadas, a los pánicos morales se les han añadido los pánicos identitarios, que podemos definir como una sensación interesadamente exagerada de amenaza contra la propia identidad nacional, social o cultural, por parte de la “invasión inmigrante”, el “lobby gay”, el “feminismo radical” o el “nihilismo de la juventud”. De mismo modo que Howard S. Becker habló, en Outsiders. Hacia una sociología de la desviación (1963), de “emprendedores morales” para referirse a un tipo de individuos que se afanan por hacer que una comunidad adopte o mantenga una determinada norma moral, con el objetivo de obtener una cierta ganancia narcisista, económica o política, también podemos hablar de emprendedores identitarios. Pero, aunque muchos de ellos funcionen por libre, en la mayor parte de las ocasiones, sus discursos suelen ser aprovechados por partidos o movimientos políticos.
Finalmente, en el cuadrante inferior derecho, nos hallaríamos con aquellos miedos que también responden a una iniciativa de actores, individuales o colectivos, pero que no responden a un principio de dominación, sino a la voluntad de contribuir a la supervivencia de la sociedad o de la especie, que considerarían amenazada, de una forma más o menos real o ajustada. Aunque, en determinadas ocasiones, este tipo de miedo puede llegar a parecerse al pánico moral o al pánico identitario, se diferencia en que no busca un beneficio propio. Tal sería el caso, por ejemplo, de la “heurística del miedo”, que propugnó Hans Jonas, en El principio de responsabilidad (1979), y que ha sido asumido como un elemento estructural por buena parte del movimiento ecologista. O de los avisos ante los avances de la extrema derecha, o ante las amenazas que puede suponer el desarrollo de la Inteligencia Artificial, la Realidad Virtual, la energía nuclear o la clonación. Son lo que Walter Benjamin llamó “los avisadores de incendios”.
Como suele suceder con casi todas las clasificaciones, estas distinciones son fundamentalmente analíticas. Lo que quiere decir que los diferentes miedos particulares suelen participar al mismo tiempo de varias de estas características. Aun así, conocer las diferentes vetas o ingredientes que suelen constituirlas puede resultarnos muy útil para conocer la estructura compleja de los miedos que nos rondan, e idear un modo de hacerles frente.
Temer o no temer
Pero, ¿en qué cuadrantes de nuestro esquema se ubicarían los miedos de la extrema derecha, y de la derecha extremada? De forma general, este tipo de políticos, sean grupos o individuos, tienden a deformar, exagerar e inventar miedos, que suelen presentar, o ver, como una respuesta adecuada frente a cambios estructurales decadentes o frente a la amenaza de algunos actores oscuros. Cosa que harían, en la mayor parte de los casos, con la intención de obtener algún tipo de rédito económico o político, y en algunos otros, con la intención de salvar al grupo que ellos consideran importante. Normalmente eso que ellos entienden por patria, por raza, por religión o por civilización.
El miedo a la inmigración en manos de la extrema derecha, multiplicadas por unos algoritmos que priorizan todo aquello que fomente el miedo y la ansiedad, se ha visto exagerado, deformado y diversificado, hasta transformarse en un miedo de racimo que lo cubre todo, con sub-temores que van desde el miedo al aumento de la delincuencia, hasta el miedo al terrorismo, pasando por el miedo a la pérdida del propio trabajo, a la invasión religiosa, a la disolución nacional, a la difusión de enfermedades exóticas o a la llegada de personas con enfermedades mentales graves.
Sin duda, uno de los grandes cocos de la extrema derecha es el miedo a la inmigración. Un miedo, que, en sus manos, multiplicadas por unos algoritmos que priorizan todo aquello que fomente el miedo y la ansiedad, se ha visto exagerado, deformado y diversificado, hasta transformarse en un miedo de racimo, que lo cubre todo, con sub-temores que van desde el miedo al aumento de la delincuencia, hasta el miedo al terrorismo, pasando por el miedo a la pérdida del propio trabajo, a la invasión religiosa, a la disolución nacional, a la difusión de enfermedades exóticas o a la llegada de personas con enfermedades mentales graves. Todo ello ha llevado a muchas personas a aceptar, como medida de “legítima defensa”, iniciativas que en otras circunstancias nos habrían parecido inaceptables, como es la gestión privada e inhumana de nuestras fronteras, el establecimiento de un sistema carcelario de Centros de Internamiento para Extranjeros, los proyectos de expulsión masiva de inmigrantes hacia territorios como Ruanda o la creación de centros de internamiento flotantes como el Bibby Stockholm. Como decía Montaigne, el miedo es el padre de la crueldad. Como decía un primo mío, transforma la empatía en “pa-tu-tía”.
Sin duda, una de las primeras cosas que debe hacer una política realista es aceptar que los movimientos de población provocan un miedo natural, relacionado con la sensación de amenaza que suele despertar el cambio, la mezcla y la impresión de pérdida de presencia por parte de los colectivos que se consideran “autóctonos”, esto es ‘surgidos de la misma tierra’... Si no aceptamos la existencia de este miedo, y no lo tenemos en cuenta, nos limitaremos a realizar juicios morales (la tan cacareada y tan denostada superioridad moral de la izquierda), que provocarán que amplias capas de la población se sientan abandonadas y ridiculizadas. Lo cual las llevará a atender a todo aquel que esté dispuesto a darles voz, aunque sólo sea para robársela, como en la sirenita. Pues existe una suerte de ley política en virtud de la cual, ante la falta de respuesta, uno acepta cualquier respuesta. De ahí que, mientras una parte de la izquierda calla y otorga, la extrema derecha ejerce la desinformación, mediante todo tipo de exageraciones, bulos y rumores, que no llegan, ni de lejos, a la media verdad. Porque, como decía Onetti, no hay peor mentira que aquella que recoge algunos hechos sin respetar el alma de los mismos.
Pero los inmigrantes no son ni mejores ni peores que cualquier otro ser humano. Para empezar, porque el término “inmigrante” no designa un aspecto esencial, sino circunstancial, de una persona. Durante cuatro años fui inmigrante en los Estados Unidos, y puedo asegurar que, para bien y para mal, yo siempre fui (Heráclito mediante) el mismo que había sido y que volví a ser en España. Los inmigrantes participan, con algunas modulaciones adjetivas, en lo que respecta a la cultura, la religión, la clase o su biografía individual, de la misma condición humana que los demás, de modo que son susceptibles de hacer el mismo tipo de bien y de mal que cualquier otro. Desde este punto de vista, la extrañeza de los inmigrantes se atenuará, y podremos enfrentarnos a los retos que su llegada indudablemente supone. Mas no desde el miedo, sino desde la empatía y la racionalidad.
Otro modo de contrarrestar el miedo exagerado a la inmigración sería darle más presencia, en el ámbito público, a las oportunidades que la inmigración supone para los países receptores. Oportunidades, no sólo económicas, claro, sino también culturales, políticas y morales, que sólo se podrán aprovechar si se invierte lo necesario en educación, formación, inserción o vivienda, a la vez que se exige un respeto de las normas básicas de convivencia, como, por ejemplo, el respeto del laicismo. Claro que a la derecha y a la extrema derecha les interesa infrafinanciar todo ese sector, igual que suele hacer con las empresas públicas. Y no sólo porque, de este modo, dicho ámbito queda expuesto al aprovechamiento privado, refinado en poder, porque así podrá seguir siendo un generador de “oro marrón”, esto es, de ese tipo de miedo que puede ser refinado en poder político. En resumen, que ya le va bien que vaya mal. Un poco como en Andalucía, que dicen: “fatal de bien”. Pero al revés: “genial de mal”.
Resulta, en fin, necesario contrarrestar la sobredimensión mediática, fomentada por medios de comunicación financiados por la extrema derecha, así como por los algoritmos. Porque hay otros problemas, como la vivienda, los suicidios, la obesidad, la corrupción, la expansión de la extrema derecha, o la misma desinformación, que son mucho más graves que los problemas que realmente está generando la inmigración. Eso sin contar que el mayor peligro que debe conjurar una sociedad no es el de su “desaparición” física, o nacional, cosa que no está muy claro qué es lo que significa (meteoritos aparte), sino, más bien, su desaparición moral. Porque ¿en qué sentido profundo habría sobrevivido Europa si sacrificase su proyecto (tantas veces traicionado, todo sea dicho) de ser una sociedad democrática, solidaria y tolerante? ¿Realmente preferimos una Europa blanca fascista que una Europa multicultural democrática? Debemos saber escoger bien nuestros miedos.
Algo semejante podríamos decir respecto del coco del feminismo radical, que la extrema derecha blande, para captar el voto de toda una serie de hombres que consideran que los tímidos avances que el feminismo ha realizado recientemente, en una parte muy reducida del mundo, y que se hallan en peligro ante una apocatástasis reaccionaria, que las devuelva a casa con las dos patas quebradas, implican realmente el peligro de que la mujer se quede con todo el poder, y deje a los hombres reducidos a unos meros eunucos de bolsillo. Pero ¿dónde está el peligro real? No el imaginario, el real. Porque puede haber desajustes legales, revanchismos o excesos iniciales que quepa corregir. Pero nada que no se haya vivido con cualquier cambio de peso. ¿Y acaso no es un cambio de peso el hecho de que la mitad de la población mundial empiece a participar de los mismos derechos que la otra mitad? Sin duda, cuando las ideas entran en la atmósfera de la realidad, suele suceder que, con el roce, se calienten, y puedan llegar a fisurarse, o a explotar. Pero: ¿dónde está la Robespierre del feminismo que esté cortando realmente cabezas?
Por eso, al igual que con la inmigración, deberíamos tratar de contrarrestar la sobrerrepresentación negativa del feminismo, subrayando los beneficios generales que conlleva la ampliación de los derechos de las mujeres, en lugar de magnificar las fricciones que un cambio estructural de este tipo inevitablemente supone. Nuevamente, deberíamos escoger bien nuestros miedos. Porque no podemos temer desaparecer como hombres, si eso supone vivir a expensas del tiempo, deseos y derechos de la mitad de la población mundial. Sino que deberíamos temer continuar siéndolo en esos términos. Porque, el feminismo no es la lucha de un determinado grupo de interés por aumentar su cuota de poder, en detrimento de un grupo de interés contrario, sino la lucha conjunta por unos derechos universales. Suba quien suba. No desearlo sí que debería darnos miedo. En resumen, tal y como Sara Berbel Sánchez y yo insistimos, en Obedecedario patriarcal, el feminismo es una parte del proyecto ilustrado. Y eso también deberíamos atrever a saberlo.
Melancohólicos Anónimos
Pongámonos ahora en el peor escenario posible, y pensemos qué sucedería si todos los agoreros, jeremías y casandras que nos tientan tuviesen razón, y realmente nuestros países, culturas y sociabilidades estuviesen a punto de desaparecer, por los cambios sociales, la emigración o el feminismo, tal y como la extrema derecha teme, y sobre todo quiere que temamos. Podríamos responder, para empezar, que eso, no sólo no es tan grave, sino que es inevitable. Porque cada individuo, y cada colectivo, no es la unidad básica de la vida, sino sólo un cangilón que es llenado brevemente por la corriente del río de la vida, que no sólo no pasa dos veces, sino que lo arrasa todo a su paso... Eso sí, para continuar en otro lugar. El problema es que sufrimos de lo que Ortega y Gasset llamó “ontofobia”, que sería el miedo a los atributos básicos de la realidad básica, como son su carácter mezclado, cambiante e imperfecto. Pero quien quiera un mundo que no se mueva, que no se renueve, que no se mezcle y que no manche, no tiene más que matarse, porque ese mundo es la nada. A los ontofóbicos les pasa como a los teólogos medievales, que la visión asqueada y aterrorizada del mundo aterial del nacimiento y la corrupción, les lleva a rechazar, e incluso a destruir, la vida. Pero, si en lugar de fijarnos en la corrupción, y en lugar de intentar frenarla con nuestras murallas en el aire, nos fijásemos en el nacimiento, quizás nuestra vivencia del proceso cambiaría un poco. No es extraño que Heidegger, tan ocupado en la muerte, acabase, o empezase, siendo nazi. Mientras que Arendt, más centrada en la noción de nacimiento, nunca dejase de defender la democracia.
Porque no se trata de caer en ese nihilismo autoflagelante y antieuropeo, que desea expiar sus antiguos pecados, dejándose invadir y destruir por todos esos inmigrantes que llegan de sus antiguas colonias, tal y como le gusta decir a la extrema derecha. Se trata de ser capaces de seguirle el ritmo a la historia, y en lugar de encerrarnos en la melancolía autodestructiva del que desea que los relojes se detengan, como sucede en las elegías, prefiere abrirse a ese valiente mundo nuevo, que ha llegado para quedarse. Para lo cual quizás podemos sustituir las pasiones tristes del miedo, la melancolía y el odio, por las pasiones alegres de la curiosidad (“¿cómo demonios será el mundo que viene?”), de la capacidad de participar y desplegarnos en el nuevo mundo (“todavía tengo fuerzas para aprender nuevos idiomas, adaptarme a nuevas costumbres, diversificar mis relaciones”), y de la capacidad de mantener lo mejor del antiguo mundo en el nuevo, cumpliendo de este modo con lo que los humanistas llamaban la “translatio studii”, esto es, la transferencia de una época a otra, de un mundo a otro, del testigo cultural del humanismo, que ya sobrevivió a mil años de Edad Media, y sin duda sobrevivirá a las pocas malas décadas que puedan –o no- echársenos encima.
Quizás alguien con el estómago delicado, demasiado acostumbrado a la droga dura del privilegio o al dulce veneno del esencialismo, pueda sentir, ante este tipo de visiones, la bajona de la melancolía o el síndrome de abstinencia de la rabia. No sería la primera vez que una persona en proceso de desintoxicación ataca a los enfermeros, confundiéndolos con cucarachas o ratas gigantes, como en el cuento “Los destiladores de naranjas”, de Horacio Quiroga. Pero mejor una realidad modesta que una fantasía fastuosa, o Faustosa. Porque no se trata de vender al demonio de nuestros sueños el alma de nuestro ser real. La muerte es la metralla de la vida, y quien no esté dispuesto a aceptarlo, debería llamar hoy mismo a “Melancohólicos Anónimos”.
Porque, aun cuando viviésemos en una sociedad perfecta, seguiríamos sintiendo miedo. Primero, porque los umbrales del miedo se adaptan, y acabaríamos temiendo hasta que las hojas de los árboles cayesen boca abajo. Segundo, porque hay elementos estructurales de la realidad que siempre nos darán miedo, como son la muerte, la soledad, el cambio y la mezcla. Existe, pues, un fondo ineliminable de miedo y ansiedad con el que debemos aprender a convivir. De modo que, además de lidiar con los factores objetivos que intensifican y desarreglan el miedo, debemos esforzarnos por cambiar nuestra subjetividad, con el objetivo de hacernos capaces de vivir poderosamente en un mundo peligroso, o de vivir peligrosamente en un mundo poderoso. No importa. Necesitamos el dato y el relato. Como reza una de las bóvedas de la Abadía de San Juan Evangelista en Parma: Feras si domes feras. Si domas las fieras, las soportarás. Nadie dijo que sería fácil. Basta con que sea estimulante.
Bernat Castany fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2022 con el libro Filosofía del miedo.