No nos olvidéis
Una vez contada la tragedia de Valencia, es igual de necesario estar atentos a las dilaciones y vicios de la reconstrucción
Se lo dijeron ayer al Rey y nos lo dijeron también a los periodistas que hemos estado estos días allí con ellos: “No nos olvidéis”. Ni al jefe del Estado ni a nosotros, simples gacetilleros, redactores, fotógrafos, gente que va y viene de una desgracia a otra —¿o no es una desgracia volver a Madrid para contemplar cómo nuestros políticos se pelean por puras pendejadas mientras en Valencia siguen viviendo sobre una alfombra de barro?—, nos han pedido otra cosa que esa, que los sigamos teniendo presentes en nuestros pensamientos, que volvamos de vez en cuando para ver qué les hace falta, qué se les prometió y no llega; que, en suma, hagamos de intermediarios ante quienes sí tienen poder para cambiar las cosas, tal vez con la esperanza vana del ateo que le pide al cura de su parroquia que rece por su madre enferma: “A ver si a usted, que tiene mano, el de arriba le hace caso”.
El Rey, que reina pero no gobierna, se comprometió a aceptar el encargo, a volver de vez cuando, a hacer de portavoz. ¿Y nosotros? ¿Qué haremos nosotros? Durante estos días, EL PAÍS ha enviado a Valencia a más de 20 periodistas, entre redactores y fotógrafos, para cubrir la información del desastre junto a los compañeros de nuestra delegación allí. Todos hemos tenido la misma sensación que los voluntarios, bomberos, policías, guardias civiles o militares que han estado sobre el terreno: nunca habíamos visto nada igual —si acaso Haití tras el terremoto, pero aquel era un país ya destruido y Valencia es una ciudad moderna y boyante—. También hemos tenido claro que nada de lo que hayamos escrito, grabado, fotografiado o contado a nuestros amigos se parece al desastre que hemos presenciado en directo, a la destrucción absoluta de pueblos enteros. “Quizás”, comentaba ayer mi compañero Antonio Jiménez Barca, “si en vez de riada o inundación hubiésemos utilizado la palabra tsunami, habríamos transmitido mejor lo que era aquello”.
Estoy de acuerdo. Y por eso es necesario que no solo el jefe del Estado se aplique el cuento —más le vale, porque tampoco la monarquía se libra de la desafección general, aunque el CIS prefiera, por si acaso, no preguntar—, sino que también nosotros, los medios que aspiramos a ser serios, mantengamos nuestra atención en Valencia. Contar la reconstrucción de los pueblos afectados será menos espectacular, pero igual o más necesario. No hay más que fijarse en otras catástrofes recientes o lejanas para constatar que la falta de diligencia en la reconstrucción, y no digamos el aprovechamiento ilícito de las grandes inversiones, forman ya parte de las tradiciones españolas. Hace unos días, le pregunté a Vicente Martínez Mus, un veterano senador del PP que ahora es consejero de Medio Ambiente, Infraestructura y Territorio, si había puesto en marcha algún mecanismo para evitar la corrupción ante la avalancha de fondos que va a llegar, la respuesta inmediata fue: “Pues mire, se lo digo como lo siento. La verdad es que no me ha preocupado nada de eso”. Ayer mismo empezaron a correr por las redes sospechas sobre las primeras contrataciones.
No estaría de más, por tanto, que esa fuerza de choque inmediata, entusiasta, eficaz y joven que supusieron los voluntarios armados de palas y escobones se transformara, ya de regreso a sus trabajos o sus estudios, en observatorio atento del ritmo de las obras, de la transparencia de las adjudicaciones, del cumplimiento de las promesas. Herramientas hay, mano de obra también. Ahora solo hace falta lo más difícil y lo más urgente. Verdad, cercanía y tiempo. Memoria, constancia y periodismo.