La esperanza según Teresa

Maximizar la velocidad de la información a costa de la reflexión reduce la verdad a una cuestión binaria, y se pierde su valor más profundo: su búsqueda

Un padre con su hijo en un quiosco de prensa en Madrid.SAMUEL SÁNCHEZ

Teresa nació en 1932 en una familia que había llegado a Barcelona desde Ciudad Real y Aragón. A su padre lo mataron en la guerra, y sus restos descansan en alguna fosa que, décadas después, la hija de Teresa tratará de localizar con pruebas de ADN. Teresa crece sin su padre real, que pronto pasa a ser el padre imaginado, el padre idealizado en su mente de hija única, algo fantasiosa pero no ensimismada, pues no hay tiempo que perder: desd...

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Teresa nació en 1932 en una familia que había llegado a Barcelona desde Ciudad Real y Aragón. A su padre lo mataron en la guerra, y sus restos descansan en alguna fosa que, décadas después, la hija de Teresa tratará de localizar con pruebas de ADN. Teresa crece sin su padre real, que pronto pasa a ser el padre imaginado, el padre idealizado en su mente de hija única, algo fantasiosa pero no ensimismada, pues no hay tiempo que perder: desde los nueve años, Teresa trabaja en la casa. Aprende a cocinar, bordar, remendar, cargar la compra y organizar la limpieza. Apenas va a la escuela. Guarda el recuerdo de las monjas señalando en una pizarra las partes anatómicas del caballo (curiosa elección para enseñar a escribir y memorizar), pero sigue siendo una niña cuando el recuerdo pierde lustro y va quedando lejos. Sin embargo, Teresa lee.

Periódicos, revistas, reportajes sobre lugares del mundo que, para una adolescente de la posguerra española, solo podían tener cabida en la imaginación. A todos estos fragmentos de realidades ajenas, Teresa se asomaba con curiosidad, una curiosidad más propia de quien lee una novela y se abandona a ella que de quien hojea un periódico con fines informativos. Para Teresa, los periódicos no fueron solo una fuente de información sino, sobre todo, de educación. Es decir: de emancipación.

Patrick Radden Keefe, referente del periodismo de investigación, visitó Barcelona en junio invitado por el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona y la Universitat Oberta de Catalunya. Al final de un encuentro con periodistas y pensadores dedicado al concepto de la verdad en el periodismo, quise preguntarle por Teresa. O, más bien, por la forma en que Teresa leía y lee periódicos. “Quiero pensar —dijo Keefe— que yo escribo para ese tipo de lectores y lectoras”. Los reportajes de Keefe son largos, matizados, trabajados durante meses o años. Su objetivo no es mostrar, tanto como narrar y esclarecer. En el corazón de su respuesta, y de mi pregunta, latía la misma preocupación: ¿para qué sirve el periodismo?

El culto a la inmediatez y a la productividad, agravado por los ritmos vertiginosos de las redes sociales y el delirio del clic, ha transformado el periodismo hasta volverlo irreconocible. Mejor dicho: lo que ha cambiado, de forma más profunda y dramática, es la forma en que la sociedad entiende el periodismo y cómo los ciudadanos se acercan (o no) a él. Mientras que las redacciones libran batallas múltiples para ofrecer a sus lectores un espacio crítico y de calidad, la falta de recursos y el demérito de la verdad (por parte de un mercado que no parece ver en ella mucho más que un soporte para mensajes publicitarios) van ganando terreno y quemándolo a su paso.

El problema es a la vez económico y cultural. Nuestros ojos, hiperactivos y cansados por el exceso de estímulos, toman parte del periodismo como un outlet de entretenimiento más; sucumbimos al tic nervioso que nos lleva a abrir el teléfono y consultar a toda prisa el portal de un diario. El giro digital no solo ha acelerado los tiempos de redacción, sino también de lectura. Impera el consumo de contenidos superficiales, la acumulación de titulares y notificaciones de última hora sin una narración meditada que los contextualice o trascienda. Acercarse a la prensa en internet a menudo significa entrar en una rueda de hámster enfermiza: satisface una pulsión a corto plazo, aplaca momentáneamente la adicción a la información, pero no logra profundizar en la función principal del periodismo: fomentar el espíritu crítico, y democratizarlo. La necesidad de saber, de estar al día desplaza la voluntad de preguntarse, de reflexionar, incluso de empatizar con los otros sobre los que se lee.

Maximizar la velocidad de la información a costa de la reflexión reduce la verdad a una cuestión binaria: o sí o no, o falso o cierto, o malo o bueno. Su único fin es resolver un problema, zanjar una cuestión. Se pierde el valor más profundo de la verdad: su búsqueda. Es cuestionándonos cuando activamos nuestras ideas y percepciones, y alcanzamos un mayor entendimiento de cuanto nos rodea. Teresa no leía los periódicos para saber qué acababa de ocurrir o cómo debía posicionarse inmediatamente ante un acontecimiento, sino para expandir su pequeño mundo. La verdad de Teresa era una verdad compleja, profunda, a veces confusa y contradictoria pero siempre reveladora: iluminaba un camino para seguir leyendo, pensando, aproximándose a lo ajeno.

Quizá sea producto del pensamiento mágico, pero por primera vez veo a mi alrededor una cierta reversión. La rueda de hámster –—clic, inmediatez, saturación— pierde adeptos entre mis coetáneos, aquellos que nos hemos criado con internet y que hemos aprendido a leer periódicos bajo el paradigma digital. Cada vez son más quienes dejan morir sus redes sociales, rehúyen la mensajería instantánea y fantasean con móviles ladrillo. A su vez, son más quienes recuperan el placer infantil de la lectura por la lectura, quienes se sorprenden con el tacto del periódico en papel, o quienes imaginan educar a sus hijos sin pantallas. Sin duda, de ser cierta, se trata de una tendencia muy incipiente y minoritaria. Pero me aferro a ella. Miro a Teresa leer y veo un espejo. Los periódicos que educaron a nuestras abuelas son un reflejo de esperanza.

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