Formas de volver

Adiós a los mares y los peces, a los barcos y las ostras, a los brazos que embestían las olas, al sexo inflamado, a la cacería de lo nuevo

Albert Garcia

Es difícil volver. Volver al sitio que se había dejado. Volver de un viaje. Volver a una casa. Volver a un cuerpo ajeno. Pero se vuelve. Sin indiferencia aunque se sienta indiferencia. Enterrando la fantasía deliroide de que se hubiera podido no regresar. De que se hubiera podido dejar atrás, partir sin pensar, entregarse al paso de los días y los meses hasta que el tiempo, bondadoso, se lo tragara todo: el dolor, el recuerdo. Hasta que todo quedara envuelto en el olvido. Se vuelve al trabajo, se vuelve a la...

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Es difícil volver. Volver al sitio que se había dejado. Volver de un viaje. Volver a una casa. Volver a un cuerpo ajeno. Pero se vuelve. Sin indiferencia aunque se sienta indiferencia. Enterrando la fantasía deliroide de que se hubiera podido no regresar. De que se hubiera podido dejar atrás, partir sin pensar, entregarse al paso de los días y los meses hasta que el tiempo, bondadoso, se lo tragara todo: el dolor, el recuerdo. Hasta que todo quedara envuelto en el olvido. Se vuelve al trabajo, se vuelve a la misma silla y a los mismos espejos. Se vuelve al mismo cuerpo de alguien a quien ya no se extraña. Aunque no entusiasmen. Igual se vuelve. Y es difícil volver. Porque en la ausencia del que se fue la película siguió corriendo. Nada se detuvo excepto el que ejecuta la dolorosa tarea de trepar al carrusel en marcha y corre el riesgo de no reconocer el territorio que, antes, no sólo conocía sino que amaba. “Oh, se dice, estos no son los mismos juegos que dejé al marcharme”. “Oh, esta no es la misma casa que dejé al partir”. Y sí son. Los mismos juegos. La misma casa. Sólo que por dentro de esas cosas no corre la sangre que se dejó al partir. Todo parece un poco seco, haber perdido la gracia que, inventada o no, estaba allí. Pero igual se vuelve. Por inercia, por hábito, por cobardía, por lealtad. Porque es prudente, es decoroso volver. Adiós, entonces, a las islas, a la cáscara del cielo bajo la que se corrió con pies ligeros, a los caminos de tierra y a la despreocupación. Adiós a los mares y los peces, a los barcos y las ostras, a los brazos que embestían las olas, al sexo inflamado, a la cacería de lo nuevo. Adiós al riesgo y a los ríos. Porque hay que volver. Porque se vuelve. Y no se vuelve de cualquier manera sino con la esperanza de recuperar un corazón en llamas por aquello que se pudo haber dejado para siempre ―un cuerpo, una casa, una forma de estar en el mundo― pero no se dejó. Se vuelve ―es un ruego― con ternura y paciencia. ”Sin amor una casa se condena”, dice un poema de Henri Cole. Y el que vuelve también.

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