Reformar la justicia en México

La controvertida iniciativa, que propone la elección de los jueces por voto popular, debe garantizar su independencia e imparcialidad

Trabajadores del poder judicial protestan este miércoles, en los alrededores del Senado de la República, en Ciudad de México.Sáshenka Gutiérrez (EFE)

El Congreso mexicano aprobó el lunes, tras una turbulenta votación en el Senado, la ley más controvertida del mandato de Andrés Manuel López Obrador. Cuando faltan menos de tres semanas para la sucesión, el presidente saliente sacó adelante por mayoría cualificada (dos tercios) una reforma judicial que pone fin al sistema actual e introduce la elección directa por voto popular de los jueces (unos 1.600, incluidos los de la Suprema Corte y el Tribunal Electoral). El cambio, que iba incluido en el programa de reformas que ganó las elecciones de la mano de Claudia Sheinbaum, ha sido rechazado frontalmente por los partidos de la oposición y amplios sectores de la administración de justicia. Es un cambio radical que abre un escenario de incertidumbre en un elemento básico para el funcionamiento de cualquier país.

Junto a la obvia discusión de si el voto popular es la mejor forma de elegir a un cuerpo con un altísimo componente técnico, el escollo de esta ley reside en que pocos creen que las elecciones a jueces conciten realmente la participación del votante. No es descartable que quienes acudan a las urnas sean demasiado pocos como para dar legitimidad real a este cambio. Bolivia, que en 2009 implantó una medida similar, aunque limitada a 26 altos magistrados, sufrió precisamente este problema y ha llegado a registrar porcentajes de voto nulo del 60%. Otros problemas evidentes son el riesgo de un incremento de la politización en la judicatura, así como el peligro siempre presente de que el narco, grandes bufetes de abogados y grupos de presión aprovechen para introducir aún más sus tentáculos.

Nadie duda de que el sistema judicial necesitaba de una reforma drástica. Lejana, obsoleta y con grandes vetas de corrupción, la justicia sufre en México una crisis de credibilidad. Es precisamente esa falta de confianza, ampliamente extendida entre las capas populares, la que ha permitido a López Obrador llevar adelante un proyecto tan radical. Y lo ha hecho, aunque a sus críticos les cueste reconocerlo, por la vía democrática tanto electoral como parlamentaria. Algo que, en este caso, no asegura su buen término.

El primer efecto de la medida ha sido generar incertidumbre. El peso se ha depreciado y las dudas de los inversores internacionales persisten, pese a los esfuerzos del Gobierno por tranquilizarlos. Es un horizonte complejo donde incluso Estados Unidos ha manifestado sus preocupaciones.

Tampoco ha contribuido a sosegar este clima la abrupta votación de la ley en el Senado. Precedida por una oleada de movilizaciones de trabajadores, la sesión en la Cámara alta fue agónica y la enmienda solo pudo salir adelante gracias al apoyo de última hora de un tránsfuga del Partido Acción Nacional (PAN), la derecha tradicional, acorralado por causas judiciales.

La ley deberá ser ahora avalada por más del 50% de los Congresos de los 32 Estados, un mero trámite considerado el amplio poder territorial del partido que vertebra al Gobierno. Quedará así abierto el camino para implantar escalonadamente a partir del año que viene la reforma. Es de desear que en el tiempo que queda y en la medida en que México va a tener nueva presidenta se encuentren los cauces para hallar una mejora de la justicia que suscite menos dudas y, desde luego, si no hay cambios, para desarrollar mecanismos de control suficientes que impidan que la ley aprobada se vuelva un nuevo y enorme problema.

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