Por el derecho al anonimato

El debate sobre el uso de las redes sociales con nombre y apellidos hace que aceptemos sin darnos cuenta que se necesitan más restricciones

Matt Cardy (Getty Images)

El debate sobre el anonimato en las redes, tras el asesinato del niño Mateo y la proliferación de mentiras racistas a su alrededor, es una maniobra de distracción y un sucedáneo oportunista. La vileza de los comentarios escandaliza y sirve a una prensa tan necesitada de atención como falta de autonomía con respecto al poder. El asunto se discute unos días y desaparece hasta la próxima. Aunque no haya un cambio inmediato, esas escaramuzas dialécticas tienen efectos: logra...

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El debate sobre el anonimato en las redes, tras el asesinato del niño Mateo y la proliferación de mentiras racistas a su alrededor, es una maniobra de distracción y un sucedáneo oportunista. La vileza de los comentarios escandaliza y sirve a una prensa tan necesitada de atención como falta de autonomía con respecto al poder. El asunto se discute unos días y desaparece hasta la próxima. Aunque no haya un cambio inmediato, esas escaramuzas dialécticas tienen efectos: logran que naturalicemos la idea de que “algo hay que hacer”, y que aceptemos sin darnos cuenta que se necesitan más restricciones. (Un ejemplo: cada vez hay más sanciones administrativas, sin las garantías de un procedimiento judicial.)

El fiscal de sala para delitos de odio y discriminación ha sugerido una reforma del Código Penal que pueda establecer como pena accesoria la prohibición de acceder a las redes. Como explica Víctor J. Vázquez, “los ciudadanos no solo ejercen a través de las redes sociales el derecho al acceso a la información, sino también su libertad de expresión y su derecho a participar en la vida pública. Prohibir el acceso a estos foros digitales —como prohibir el acceso a las plazas o calles— anula facetas esenciales de las libertades de comunicación o de participación política”. No sería constitucional.

Otra propuesta es la prohibición del anonimato en las redes. Hay muchas razones para que alguien use un seudónimo: desde el que denuncia una mala práctica en su empresa a quien se dedica a hacer chistes que no encajan con su perfil profesional o incomodarían a su familia, pasando por el que se divierte creando un personaje de ficción, la que asume una función de divulgadora o el que hace parodias. ¿Y por qué no deberían poder hacerlo? Algunos viven de su opinión; a otros expresar lo que piensan puede perjudicarles, aunque vivan en una sociedad democrática. Si se investiga un posible delito, hay medios tecnológicos para rastrear al emisor. Se podría exigir un registro a las plataformas, que respetara las normativas de protección de datos y facilitara esa localización si fuera necesario. Es una propuesta razonable aunque, puesto que no es imprescindible, yo dudo de su conveniencia.

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“La libertad de expresión exige tolerar cierto nivel de basura”, ha escrito el profesor Germán Teruel. Eso no significa aprobar esa basura, o apoyar una libertad de expresión irrestricta, sino cierta cautela: de lo contrario, para prohibir algo que no nos gusta solo tenemos que decir que es basura. Y, como recuerda Víctor J. Vázquez, el derecho no es la única ni la principal manera de combatir los discursos que nos repugnan.

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