¿Qué espíritu deportivo?

El verano olímpico debería hacernos reflexionar sobre el mejorable marco narrativo desde el que venimos “consumiendo” deporte desde hace décadas a nivel global

Carolina Marín, tras su lesión durante el partido de semifinales de bádminton en los JJOO de París, el pasado 4 de agosto.Óscar J Barroso (Europa Press/Getty Images)

Sin duda, el verano de 2024 quedará ligado en nuestra memoria común a la celebración de los Juegos de la XXXIII Olimpiada. El impresionante despliegue de disciplinas ha evidenciado una vez más la capacidad de las diferentes naciones —incluso del improbable equipo de los refugiados— para poner el deporte en el centro de todas las miradas. No es mi intención hacer un balance de la inversión de los gobiernos en la práctic...

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Sin duda, el verano de 2024 quedará ligado en nuestra memoria común a la celebración de los Juegos de la XXXIII Olimpiada. El impresionante despliegue de disciplinas ha evidenciado una vez más la capacidad de las diferentes naciones —incluso del improbable equipo de los refugiados— para poner el deporte en el centro de todas las miradas. No es mi intención hacer un balance de la inversión de los gobiernos en la práctica deportiva de élite —ni mucho menos pronunciarme sobre la índole de la ceremonia inaugural—, sino más bien extraer algunas conclusiones del mejorable marco narrativo desde el que venimos consumiendo deporte desde hace décadas a nivel global.

Los desgarradores gritos de dolor de la campeona de bádminton Carolina Marín tras lesionarse en París y las desconsoladas lágrimas de un joven Carlos Alcaraz, al caer en la final de tenis de los mismos juegos ante un experimentado Novak Djokovic, dejaron en la mente de algunos la impronta de una normalidad deportiva un tanto inquietante. Podríamos añadir el extendido elogio de los “errores” cometidos por la gimnasta Simone Biles en sus últimas performances, al volverla aquellos supuestamente “más humana”, de la misma manera que los comentarios negativos sobre la waterpolista Paula Leitón por no acomodarse su cuerpo a los patrones esperables. La constelación formada por todas estas imágenes invita a reflexionar sobre la atención dirigida al llamado deporte de alto rendimiento. Por de pronto, la prioridad absoluta de esta modalidad competitiva parece haber sepultado la comprensión del deporte como una afición democrática, al alcance de todos los grupos sociales, vinculada al placer de combinar el ejercicio físico con el mantenimiento de la salud en todas sus vertientes, sin necesidad de obsesionarse con determinados moldes corporales o de ubicación sexo-genérica ni de batir marcas o imponerse ante contrincantes de otro país.

La historia cultural del deporte suministra ciertamente valiosos documentos acerca de su mimetismo con el enfrentamiento bélico, algo que parece no habernos abandonado del todo. El helenista David M. Pritchard recuerda —en Deporte, democracia y guerra en la Atenas clásica (2013)— algunos datos reveladores sobre la legendaria contribución del deporte a la construcción de la paz. Están en consonancia con las luces y sombras que acompañan también a la figura del fundador de los Juegos Olímpicos modernos, Pierre de Coubertin. La democratización de la acción bélica iniciada en Atenas con la reforma de Clístenes y consolidada en tiempos de Pericles fomentó la admiración del demos ateniense hacia el agón que protagonizaban en los estadios individuos de extracción aristocrática, celebrados en tantas odas de Píndaro. Este grupo era el único que podía permitirse sufragar una “educación física” a sus vástagos, al entender que el entrenamiento físico consolidaba la deseable areté moral y civil.

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Ya en pleno siglo XX, los ataques en un campo de fútbol de algunos seguidores del Arsenal a los jugadores visitantes de la Dinamo de Moscú llevaron a George Orwell a sostener en el artículo titulado El espíritu deportivo (1945) que el sentimiento de representar a la propia nación —a un grupo más grande que uno mismo— bastaba para interpretar una derrota individual en términos de deshonra colectiva. Con ello, afirma el ensayista británico, “se despiertan los instintos más salvajes del combate”, reduciendo a cenizas el disfrute de jugar “en el campo de tu pueblo, donde eliges a tus compañeros y no aparece ningún sentimiento de patriotismo local”, y “[donde] es posible jugar simplemente por diversión y ejercicio”. A mi entender, el análisis de Orwell refleja con lucidez el sustrato emocional que sigue definiendo nuestra relación con el deporte.

Cualquiera que haya vivido el profundo cambio en la percepción del cuidado de sí operado por la adquisición de un simple smart watch cuenta con un índice elocuente de los parámetros de control, sacrificio y competitividad a los que sometemos actualmente a nuestros cuerpos. Una provechosa transferencia de la investigación en filosofía social como la desarrollada por José Luis Moreno Pestaña ofrece más de una lectura bien recomendable para el final de un verano olímpico como este, al explorar la envergadura de la novedosa biopolítica implantada con ayuda del rigor corporal que se autoimpone un sujeto deseoso de cumplir con los imperativos estéticos de su tiempo.

Creo que nos jugamos mucho en la reivindicación del derecho social a un deporte lúdico y no competitivo, basado en una necesaria articulación de estructuras materiales (polideportivos de barrio y espacios de formación accesibles), prácticas corporales y experiencias individuales y comunitarias saludables, un plexo que debería estar destinado de manera preferente a la satisfacción de necesidades y al desarrollo de capacidades, en lugar de responder prioritariamente a la rentabilidad de corporaciones empresariales. Si no nos indigna la alternancia trágica de éxito efímero y sufrimiento extremo en el deporte que nos transmiten las pantallas, será difícil que podamos poner esta imprescindible actividad al servicio de una equidad, cuidado y respeto por la dignidad humana propios del siglo en que nos encontramos.

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