Horizonte Shanghái
El ‘ranking’ anual de las 1.000 mejores universidades del mundo debería ser una oportunidad para pensar en la situación de nuestra educación superior
El 15 de agosto llega con sabor festivo y olor a verbena. El mapa se tiñe de fiestas locales y de barrio, las orquestas cobran su caché más alto y las Marías celebran su santo. El Tour ya no suena de fondo en la siesta. Tampoco los Juegos Olímpicos. La Liga acaba de empezar y el Celta ya tiene tres puntos. Indicios de la proximidad del adiós estival. Mientras, el verano resiste y la actualidad permanece...
El 15 de agosto llega con sabor festivo y olor a verbena. El mapa se tiñe de fiestas locales y de barrio, las orquestas cobran su caché más alto y las Marías celebran su santo. El Tour ya no suena de fondo en la siesta. Tampoco los Juegos Olímpicos. La Liga acaba de empezar y el Celta ya tiene tres puntos. Indicios de la proximidad del adiós estival. Mientras, el verano resiste y la actualidad permanece remolona. Sin urgencias, las grandes noticias se remiten a septiembre y nos entretenemos con serpientes de verano. Algunos clásicos de temporada repiten presencia y polémica. Como el ranking que la Universidad Jiao Tong de Shanghái publica cada 15 de agosto.
El Academic Ranking of World Universities ordena las 1.000 mejores universidades del mundo puntuando una serie de parámetros investigadores. El 10% de la nota cuenta el número de graduados con un premio Nobel o una Medalla Fields, su equivalente en Matemáticas. Otro 20% se refiere a los profesores galardonados. Tres elementos se llevan un 20% de la nota cada uno: número de investigadoras con alto número de citas en 21 temas; número de artículos publicados en las revistas Science y Nature, y número de artículos en los índices Science Citation Index y Social Science Citation Index. El 10% final divide el total de las puntuaciones entre el número de académicos a tiempo completo.
Este proceso, complejo y sesgado hacia las llamadas ciencias puras, se traduce en titulares simples y negativos, como buena polémica que se tercie. Así, el resumen de este año sería: dos universidades españolas se caen de la clasificación, solo hay una entre las 200 mejores y, un año más, ninguna alcanza el top 100. Titulares críticos y juicio catastrófico sintetizados en una frase demoledora. ¡Qué mediocre la universidad española!
El ranking de Shanghái, sin embargo, debería ser una oportunidad para pensar en la situación de nuestra universidad. Para congratularnos de lo bueno que se desprende de sus resultados y para localizar los puntos mejorables, yendo mucho más allá de una clasificación que se queda corta para un análisis útil, que debe ser global y centrado en nuestra realidad y en la universidad que queremos. La mayor alegría es comprobar la homogeneidad del sistema universitario público español y sus buenos resultados. En un mundo con 30.000 universidades, 35 de las 50 universidades públicas españolas están entre las 1.000 mejores del mundo. Universidades públicas y repartidas por la geografía española, es decir, accesibles para la ciudadanía. Algo imprescindible si consideramos la enseñanza universitaria un bien público cuyo fin es formar profesionales y la educación como la gran baza del ascensor social.
Intentar incluir una universidad en el top 100 es una decisión política que pasa por una inversión económica muy superior. Pero reforzar nuestro sistema público con ese fin inclusivo y su apuesta por una sociedad más igualitaria y a la vez competitiva también implica un compromiso mayor de las administraciones. Las universidades no pueden vivir peleando para que su comunidad, o el Gobierno central en el caso de la UNED, paguen lo que les deben. Negociando por leves mejoras de presupuestos que sumados ni se acercan al de Harvard, la primera de Shanghái. Haciendo equilibrios para garantizar el pago a su personal, a costa de renunciar a la excelencia y a la atracción de talento. Cargando de trabajo a su plantilla docente y administrativa por la falta de efectivos fruto de la congelación de la tasa de reposición y los recortes de la crisis.
Una universidad accesible, de calidad, comprometida con su entorno, que cuide la docencia, fomente la investigación, premie la excelencia y ayude a construir una sociedad mejor. Una buena universidad que no descanse en la precariedad ni queme a su personal, condenado a hacer malabares para llegar a todo. Ese debería ser nuestro horizonte Shanghái.