Puigdemont, ven en tren

Las redes tratan al expresident catalán como una figura ridícula, un pirómano capaz de incendiar la política por venganza

Carles Puigdemont entra en su coche después de dar un paseo por Girona, el 28 de octubre de 2017.Reuters

La anécdota es de sobra conocida, aunque no siempre se cuenta así. En 1952, el expresident de la Generalitat Josep Tarradellas, quien desde 1939 se encontraba exiliado en Francia (sobre el uso de la palabra exilio volveremos después), recibió de manos de Antoine Pinay, primer ministro francés entre 1952 y 1953, un pasaporte diplomático. El dirigente francés —según refirió Màrius Carol en un artículo de La Vanguardia—quiso saber qué planes tenía el político catalán.

—¿Cuál es su política, monsieur Tarradellas? —preguntó Pinay.

—Evitar el ridículo, señor presidente.

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Visto lo visto, no se entiende cómo esa máxima no figura desde entonces en el espejo del baño —y si puede ser a la altura de la frente—de, como mínimo, todo político que se precie, aunque su uso debería hacerse extensivo a otras profesiones de riesgo, entre las que destacan la de tertulianos de radio y televisión —con carnet o sin él—y columnistas de prensa escrita. No pasa nada, desde luego, si de vez en cuando se traspasa aquella sagrada línea roja marcada por Tarradellas, sobre todo si se cuenta con el sentido del humor suficiente para, llegado el caso, reírse de uno mismo y hacer propósito de enmienda. No es desde luego el caso de Carles Puigdemont, quien ya, haga lo que haga, amenace, llore o patalee, se ha convertido para siempre en un personaje ridículo, cuyo único objetivo —como muy oportunamente explicó José Luis Sastre en su comentario matinal del martes en la SER— es recuperar un despacho del que salió huyendo: “Le importa muchísimo Cataluña, pero la prefiere sin gobierno y paralizada. Ahora ha prometido que volverá. No es la primera vez que lo promete. Lo dijo en 2017 –”vale la pena correr el riesgo”–. Y lo volvió a decir en 2019. Esta vez dice que va en serio y los Mossos han llegado a plantearle un arresto, acordado con él, que evite que llegue a escondidas, huyendo de un sitio a otro hasta presentarse en el Parlament”.

O sea, una especie de moviola —aquel invento ya viejuno, precursor del VAR— en que se rebobinaban las imágenes de una jugada y los futbolistas y el balón iban para atrás con movimientos que ahora parecerían cómicos pero que antes era lo que había. El antes de Puigdemont –las horas que siguieron a su ridícula declaración de independencia– pudo ser honesto, sin llegar a honorable pero sí con trazos de épica, si hubiese optado por la postura que adoptó la cúpula de ERC e incluso algunos compañeros de su gabinete y su partido: quedarse en Cataluña, apechugar con las consecuencias del desafío al Estado –del que ellos, por cierto, formaban parte– y pagar la factura política, personal y familiar que les supuso el arresto y los años de cárcel.

Pero Puigdemont optó por la huida. Se escapó, escondido en el maletero de un coche, y desde entonces hasta ahora –casi siete años– ha vivido de gorra, en un palacete, considerándose un exiliado. El exilio existió, pero era otra cosa, y la perversión del lenguaje siempre formó parte de la ensoñación contagiosa que desembocó en octubre de 2017. Y ahora, a pocas horas de un pleno del Parlament en el que Salvador Illa puede ser elegido president, Puigdemont ve cómo se aleja para siempre su sueño de que todo le saliera gratis, amenaza con dar una patada en la mesa, romperlo todo, la última rabieta de un adolescente consentido. De ahí que, al menos en las redes, la amenaza de volver, esos arrebatos de valentía del cobarde oficial del reino, estén siendo acogidos con un notable pitorreo.

–Puigdemont, ven en tren, igual no llegas.

–Puigdemont vuelve a Cataluña para hacer lo que sabe hacer mejor –y se ve un vídeo de alguien que intenta encender una barbacoa y prende fuego al chalet.

La política convertida en espectáculo. Circense, en este caso.

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