La violencia que vendrá

Trump ha construido esta segunda candidatura presidencial sobre la premisa esencial de la venganza

CINTA ARRIBAS

En noviembre pasado, durante un viaje breve a Nueva York, hablé con un analista político de un medio importante sobre las elecciones que tendrían lugar un año más tarde: es decir, en noviembre de 2024. Era un momento crítico en muchos sentidos, pero no era especialmente negativo para el Partido Demócrata: las encuestas eran optimistas con respecto a Biden y todo el mundo estaba de acuerdo en que Donald Trump iba a ser condenado en algún momento por alguno de sus múltiples delitos. Y sin embargo, aquel hombre estaba preocupado. “Si un genio me diera tres deseos”, me dijo, “yo podría reducirlos ...

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En noviembre pasado, durante un viaje breve a Nueva York, hablé con un analista político de un medio importante sobre las elecciones que tendrían lugar un año más tarde: es decir, en noviembre de 2024. Era un momento crítico en muchos sentidos, pero no era especialmente negativo para el Partido Demócrata: las encuestas eran optimistas con respecto a Biden y todo el mundo estaba de acuerdo en que Donald Trump iba a ser condenado en algún momento por alguno de sus múltiples delitos. Y sin embargo, aquel hombre estaba preocupado. “Si un genio me diera tres deseos”, me dijo, “yo podría reducirlos a uno: que este año no existiera”. En otras palabras: que los doce meses próximos, los que nos separaban de las próximas elecciones, desaparecieran del calendario, se esfumaran sin dejar rastro. “Es que se siente, se siente la violencia”, me dijo. “En este año que falta habrá mucho tiempo para que pasen cosas. Y algunas pueden ser graves”.

Tenía buenas razones para pensarlo, y yo estuve de acuerdo. Hace varios meses escribí en este espacio acerca de un discurso espeluznante en el que Trump lanzó a sus seguidores una verdadera promesa de violencia: “En 2016 declaré que soy vuestra voz”, le dijo a su público cautivo. “Hoy añado que soy vuestro guerrero, soy vuestra justicia. Y para aquellos que han sufrido agravios y traiciones, yo soy vuestra retribución. Yo soy vuestra retribución”. He pensado en esa conversación desde el fin de semana pasado, cuando un veinteañero acomplejado, cuyos motivos todavía no se conocen con certeza, trató de asesinar a Donald Trump, fracasó por fortuna y definió de paso la suerte de una generación entera. La imagen del candidato con la cara ensangrentada, rodeado de guardaespaldas que en ese momento están arriesgando su vida por él, levantando el puño sobre el fondo de un cielo azul en el cual ondea una bandera de Estados Unidos: esa imagen es la historia, la indisciplinada y caótica historia, dándole a Donald Trump el regalo de la presidencia de su país.

Así lo creo: tiene que pasar algo muy grande, otra vuelta de tuerca en esta novela de terror, para que Trump no resulte elegido en noviembre. Al día siguiente del atentado, Biden se dirigió al país para condenar el ataque. “No hay lugar para este tipo de violencia”, dijo. “No podemos dejar que esta violencia se normalice”. Y claro: si el presidente quería decir que la violencia política es inaceptable, que debería ser condenada de manera unánime y sin ambigüedades, que no hay peros ni justificaciones posibles, tenía toda la razón del mundo. Pero si quería decir que la violencia política de la que fuimos testigos es extraña a la sociedad en la que se produjo, el presidente se equivoca. Primero, la de Estados Unidos es una historia moldeada con el barro de la violencia política, y esa es la única conclusión posible cuando uno hace la cuenta de los presidentes asesinados —son cuatro: Lincoln, Garfield, McKinley y Kennedy, aunque los dos del medio suelen olvidarse—, de los tres más que sobrevivieron a sus atentados —Theodore Roosevelt, Ronald Reagan y ahora el ex, Donald Trump— y de los incontables líderes políticos, de Martin Luther King a Robert Kennedy, que han muerto asesinados también. Segundo: la violencia política, en nuestro momento presente, se ha normalizado hace tiempo, se ha normalizado ante nuestros ojos, y ya no desaparecerá como por arte de magia.

Recuerdo bien mi incredulidad cuando, al comienzo de su primera campaña presidencial, Trump interrumpió las palabras que improvisaba en una tarima para elogiar la violencia de sus seguidores. Alguno de ellos había agredido físicamente a un contradictor —un golpe con el codo en el rostro de un hombre negro que ya se retiraba— y Trump dijo: “Sáquenles la mierda a golpes, yo pago los abogados” (es una traducción libre). Pero claro: éste era el mismo hombre que se había jactado de poder pegarle un tiro a alguien en medio de la Quinta avenida sin perder ni un voto. Trump no ha desperdiciado nunca una sola oportunidad de alimentar los instintos violentos de los suyos, inventando un relato con enemigos notorios —los mexicanos violadores, los musulmanes terroristas, los periodistas “enemigos del pueblo”— y luego lavándose las manos cuando un periodista o un musulmán o un latinoamericano sufre un ataque en el que se menciona su nombre: el de Trump. A esos enemigos contra los cuales comenzó su relato de victimismo, Trump ha sumado desde entonces a los grupos más abarcadores de los liberales y los demócratas, que quieren destruir Estados Unidos. No: destruirlo a usted, votante trumpista: usted está en la mira. En el discurso que he recordado antes, Trump habló de “fuerzas siniestras que tratan de asesinar a Estados Unidos” y de los “enemigos” que “están desesperados por detenernos”. “Pero no vienen a por mí”, aclaró: “vienen a por ustedes, y yo sólo estoy en medio”. Después del atentado injustificable, esas palabras ya no significan lo mismo.

Desde el principio de su vida política, el discurso de Donald Trump ha sido una invitación a ver la sociedad norteamericana como una guerra por la supervivencia; ha sido, también, una invocación tristemente rutinaria a los violentos, o una justificación de la violencia si le conviene a su bando. En 2017, cuando una manifestación de supremacistas blancos, neonazis rapados y conspiranoides del Gran Reemplazo acabó con la muerte de una mujer arrollada por uno de esos fanáticos, Donald Trump se apresuró a decir: “Había gente fantástica a ambos lados”. Y el 6 de enero de 2021, cuando una turba de trumpistas atacó el Capitolio para evitar la certificación de las elecciones, lo hizo azuzada por Trump. El movimiento era declaradamente violento y acabó con la muerte de seis personas y muchísimas más heridas de gravedad, pero además mantuvo siempre una retórica de violencia política inseparable del discurso trumpista: los participantes no dejaron nunca de hablar de colgar al traidor Mike Pence, y algunos construyeron horcas y cadalsos de mentira, y otros aparecen en cámara buscando a gritos amenazantes a Nancy Pelosi. Meses después, un trumpista fanatizado penetró la residencia de Pelosi armado con un martillo, y, al no encontrarla, agredió a su marido a golpes en la cabeza, y poco faltó para que Paul Pelosi muriera en el atentado.

Se nos vienen encima días temibles. Trump ha construido esta segunda candidatura, única manera de mantenerse fuera de la cárcel, sobre la premisa esencial de la venganza, sobre una retórica de incendio y un relato divisivo que empieza a parecerse, para todos los efectos prácticos, a lo que ocurre en una guerra civil. La violencia entre ciudadanos no es una consecuencia indeseada: es parte de su comprensión del fenómeno. Después de que un disparo le hiriera la oreja derecha, Trump se vio rodeado de guardaespaldas que lo bajaban del escenario. Es fascinante el momento en que su expresión de miedo –la muerte lo ha rozado– se transforma en otra cosa, pues el instinto le ha dictado la importancia política del momento. Levanta un puño y les dice a sus seguidores: “Pelead. Pelead”. Pero lo dice moviendo los labios, sin que la palabra se oiga como se oyeron antes las palabras con las que pedía que le dejaran ponerse los zapatos. Claro: no le está hablando a ninguno de los presentes. Le está hablando a la cámara, al mundo entero de sus seguidores. “Pelead”. Y allá están ellos, armados hasta los dientes, dispuestos a obedecer.

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