La mala educación

¿Es tolerable tener a un equipo de deportistas de “élite” recorriendo Madrid en un autobús con una copa en la mano a la vista de decenas de miles de aficionados?

Los jugadores de la selección española celebran el título de campeones de la Eurocopa, el pasado lunes en Madrid.Rodrigo Jiménez (EFE)

Hablo hoy desde la resaca de la celebración. Sin duda debe de haberla habido —la resaca, digo—, a tenor de lo que vimos en el escenario que se instaló en Cibeles para recibir a la triunfante selección masculina de fútbol la noche del lunes 15. A estas alturas, se ha comentado ya hasta el aburrimiento la precaria gestión de la ...

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Hablo hoy desde la resaca de la celebración. Sin duda debe de haberla habido —la resaca, digo—, a tenor de lo que vimos en el escenario que se instaló en Cibeles para recibir a la triunfante selección masculina de fútbol la noche del lunes 15. A estas alturas, se ha comentado ya hasta el aburrimiento la precaria gestión de la etiqueta por parte de algunos miembros del equipo cuando tocó respetar el protocolo más institucional. En el caso de unos, a nadie ha sorprendido. En el de otros es, diría yo, simplemente irrelevante. El equipo de nuestro país ha ganado un título importante y qué menos que celebrarlo, claro que sí. El problema —lo hay, sí— no es el qué sino el cómo: ¿Es tolerable tener a un equipo de deportistas de “élite” recorriendo Madrid en un autobús con una copa en la mano a la vista de decenas de miles de aficionados? ¿Lo es verlos expuestos poco más tarde a la mirada de todos, bebidos —algunos claramente borrachos— sobre el escenario, y cuando digo “todos” hablo de los niños, los adolescentes y jóvenes que miran a esos hombres vestidos con el equipo de su selección y ven en ellos lo que el grueso de la sociedad admira y venera?

Aun a riesgo de que se acuse a quien escribe de ser el aguafiestas de turno y de que la reacción primera al leerme sea expulsarnos la responsabilidad que todos tenemos en este capítulo de actualidad, intentaré explicarme. Hay en este país un pozo feo y oscuro que se toca poco o nada, porque nos duele reconocer que un porcentaje altísimo de la población está manchado con esas aguas. Hablo del alcohol. Hablo del consumo y de la adicción y del doble rasero que no cesa y que, visto el daño directo y los daños colaterales que inflige, debería estar en primera línea de preocupación y ocupación en nuestras instituciones. El alcohol mata, no descubro nada con este titular. El consumo impregna gran parte de los accidentes de automóvil, la enfermedad, los atropellos, la violencia doméstica, el maltrato, el abuso, la violencia juvenil.

Hablamos de deportistas de élite que nos representan, que pagamos todos. Nuestros futbolistas. “Pobres chicos, a ver si no van a poder celebrar, hombre”, “Qué liberen tensiones, que bien lo merecen”, “Claro, como tú no bebes…”. La música de siempre, el hámster dando vueltas en su rueda, creyendo que va a alguna parte sin saber que nada va a cambiar, porque para eso quien supuestamente lo quiere debería sacarlo de la jaula y convivir en libertad con él. Celebrar no es beber para celebrar. No es lo mismo y nos empeñamos en que lo sea. Tampoco “quedamos para tomar unas birras” es lo mismo que “quedamos para vernos”. Cuando la excusa es encontrarnos y el motivo de la reunión es beber empieza el engaño. Usamos el lenguaje para ocultar lo que sabemos que no queremos ver de nosotros en nosotros, como cuando decimos: “bebo solo los fines de semana, soy un bebedor social” o el consabido: “bah, déjala, es solo una cría, a su edad yo también me emborrachaba los viernes”.

Escribo estas líneas mientras vuelvo a ver un fragmento del vídeo de la celebración de nuestra selección y no solo me detengo en los que se tambalean y gritan sobre el escenario, sino en los que están debajo, felices porque España está de celebración y en un día así se perdona todo, “porque estos chicos lo valen”.

¿Qué valen? Como nación, digo.

¿Cuál es el precio que pagamos por permitirnos “perdonarlos porque se merecen beber”? Las cifras son la mejor respuesta. Leo, según datos recientemente publicados por la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD), que más de un millón de jóvenes de entre 14 y 18 años dedican hasta 144 horas al consumo de alcohol durante los tres meses de verano. Quién sabe, quizá algunos de esos jóvenes —ellos y ellas— duden en algún momento entre botellón y borrachera de si lo que se hacen a sí mismos tiene un precio. La respuesta que les damos es un grupo de padres desayunando con cerveza en los bares y los héroes del deporte celebrando las victorias, compartiendo ebriedad con su público.

“Jóvenes de entre 14 y 18 años”, dice el informe. Sobre el escenario, un chaval de 17 años —16 hace apenas una semana— sonreía feliz y sobrepasado, porque conmemoraba muchos sueños en uno: gol, copa, campeonato, la ESO completada. A su alrededor, la Roja le pedía una testosterona y una exaltación de lo no ejemplar que él no parecía entender.

Fue una gran victoria la de nuestra selección, pero fue también una oportunidad perdida de mostrar que querer a tu país es cuidarlo, ser ejemplo para generaciones de ojos que te miran, ansiosos por imitarte, por ser tú y tu camiseta. Fue no saber educar en una ocasión única.

El lunes, sobre el escenario, la Roja nos enseñó de primera mano que hay algo más triste que no saber perder: No saber ganar.

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