Francia en transición

Lejos de las imágenes de derrota de la noche electoral, las elecciones del 7 de julio reflejaron el progresivo fin del estigma de la ultraderecha de Le Pen

Eulogia Merle

Las elecciones legislativas del pasado fin de semana dejan a Francia en un momento de transición. Se cierra el predominio de Macron de los últimos tiempos, y se inicia la senda hacia una nueva configuración política que será muy distinta de la que el presidente dejó atrás hace siete años. La clave de ese escenario es ...

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Las elecciones legislativas del pasado fin de semana dejan a Francia en un momento de transición. Se cierra el predominio de Macron de los últimos tiempos, y se inicia la senda hacia una nueva configuración política que será muy distinta de la que el presidente dejó atrás hace siete años. La clave de ese escenario es el papel que tendrá Reagrupamiento Nacional (RN). La expectativa de una victoria abultada de los de Le Pen, extrañamente alimentada por las encuestas, permitió una narrativa agónica en la última semana de campaña basada en el freno a la ultraderecha: “No pasarán”.

Estos días circulan por las redes sociales escenas de contraste entre el júbilo de votantes de izquierda y la decepción de seguidores de Le Pen tras el anuncio de los primeros resultados provisionales. Es un contraste engañoso. En una visión futbolística de la política, unos ganaban y otros perdían en el minuto de descuento. Pero, por mucha emocionalidad que compartan, la política no es fútbol, y los ganadores y perdedores nunca lo son del todo, ni a veces lo son realmente. Y como en todas las transiciones, la cautela se impone: no importa quién comienza en cabeza, sino quién prevalece al final.

Recordemos que la clave de bóveda de la V República francesa es su presidente, el jefe del Estado, elegido directamente por los ciudadanos, quien dirige el Ejecutivo y dispone de una amplia gama de poderes, entre los cuales está investir como primer ministro a quien considere más conveniente. No hay una sesión de investidura formal como en España, y el único límite político para convertir a alguien en jefe de Gobierno es que no tenga una mayoría parlamentaria en contra dispuesta a destituirle (mediante moción de censura) y que su programa suscite un apoyo suficiente en la Asamblea para que pueda salir adelante. Y si no puede hacerlo, al menos que cuente con el apoyo del presidente para aprobar por decreto las medidas más importantes (un recurso excepcional y altamente controvertido, pero que Macron ha empleado últimamente).

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Para favorecer esa alineación política entre el jefe del Estado y el de Gobierno, en 2000 se limitó la duración del mandato presidencial a cinco años, con el objetivo de sincronizar los calendarios electorales: elegir primero al presidente, y elegir luego una mayoría parlamentaria que lo arrope. Funcionó con Chirac, Sarkozy, Hollande y el primer Macron. Pero este perdió la mayoría en 2022, tras su reelección, y las elecciones anticipadas han hecho saltar por los aires esa pretendida lógica cartesiana.

De modo que vuelven algunas dinámicas conocidas, de las que debemos retener ciertas regularidades para entender las decisiones de las próximas semanas. Desde hace 40 años, todas las elecciones anticipadas o celebradas a medio mandato presidencial (1986, 1993, 1997) habían arrojado victorias para los partidos de la oposición, abriendo períodos de gobierno de cohabitación. Nada diferente sucedió este 7 de julio. Sin embargo, fueron victorias truncadas: ni Chirac, ni Balladur, ni Jospin (quienes dirigieron aquellas cohabitaciones) pudieron ganar la Presidencia de la República en la siguiente ocasión. Un dato no menor.

Al fin y al cabo, cada período de cohabitación derivó en una carrera hacia las siguientes presidenciales, marcada por las fricciones entre el jefe de Estado y el jefe de Gobierno que aspiraba a derribarle. Tampoco esta vez será distinto. La irrefrenable lógica personalista del semipresidencialismo francés ha sido, desde hace años, una fuente de incentivos contra cualquier lógica de acuerdos entre partidos políticos, y dentro de ellos. De acuerdo con Arend Lijphart, la Francia de la V República es una de las democracias occidentales con menor nivel de consocionalidad. Al fin y al cabo, en el fondo de todo líder político francés late la sospecha de que, por qué no, quizá él o ella puede acabar siendo el próximo presidente de la República.

En ese contexto, las elecciones del 7 de julio arrojan probablemente el escenario más endiablado para Francia desde la crisis de 1958. En ellas se ha producido un salto cualitativo de la extrema derecha francesa, muy lejos de esas imágenes de derrota de la noche electoral. Hasta hoy el RN era un partido con una fuerza institucional casi testimonial, menor de la que sugiere su presencia mediática. Solo sus resultados de 2022 (con 88 escaños sin mayor recorrido) o la presencia en el Parlamento Europeo (a rebufo de otros liderazgos de ultraderecha más fuertes, como Orbán o Meloni) destacan en un partido sin posiciones de gobierno nacional, regional o local, más allá de la Alcaldía de Perpiñán y escasas ciudades menores.

Eso ha empezado a cambiar. Hasta ahora, el riesgo de la extrema derecha se había manifestado en elecciones presidenciales (2002, 2017, 2022), en las que la inevitable victoria del candidato republicano (Chirac primero, Macron después) había acabado dejando en nada el apoyo, cada vez mayor, obtenido por los Le Pen, padre e hija. En todos los casos, fueron derrotas inevitables que no depararon ninguna presencia institucional a los soberanistas.

Por el contrario, el 7 de julio el RN protagonizó, por primera vez, una segunda vuelta nacional en unas legislativas. Su derrota exigió la concertación estratégica de adversarios irreconciliables, desde macronistas de derecha a los ultraizquierdistas de Mélenchon. Esa polarización movilizó al electorado francés como no lo hacía en este tipo de comicios desde 1997, una movilización con dos caras inseparables. Una, la épica del voto republicano, con matices: más leal entre los votantes de Nuevo Frente Popular que entre los de Macron, de los que solo la mitad apoyó a candidatos de izquierda frente a los lepenistas. Otra, la del progresivo fin del estigma del RN, que superó los 10,6 millones de votos el pasado 30 de junio, un resultado sin precedentes para ese espacio en una primera vuelta, ni siquiera en las presidenciales.

Quizá Jordan Bardella fuera el único líder del RN que realmente ansiaba la victoria, porque paradójicamente será la derrota de las urnas la que dará a su partido mayores oportunidades políticas. El RN es hoy el primer partido de la Asamblea Nacional en escaños, y la estructura organizativa nacional más extensa y con mayor número de afiliados que pagan cuota de Francia, poco que ver con las estructuras etéreas y personalistas de Renacimiento y La Francia Insumisa. Gracias a esa posición, no solo deja para sus adversarios la exigente tarea de gobernar una cohabitación incierta y, como hemos visto, de dudosas consecuencias para quien aspire a la Presidencia de la República. Sobre todo, la retórica frentista que el 7 de julio le cerró el paso ha contribuido a situar al RN como principal fuerza parlamentaria de oposición hoy a un Macron declinante, y con ello, puede ayudarle a continuar reduciendo el estigma que hasta hoy sigue movilizando votantes en contra (cada vez menos). Esa centralidad es la “verdadera victoria del RN” que el politólogo francés Luc Rouban viene anticipando en sus trabajos recientes sobre la normalización de los apoyos sociales al partido de Le Pen. Ante quienes ven aún al RN como el representante de una Francia periférica desconectada del establishment francés, los progresos de su base social apuntan a una creciente transversalidad, tal como ha venido argumentando Jérôme Sainte-Marie, también politólogo surgido de los entornos de Michel Rocard y hoy formador de las élites del RN.

Estos días se plantean los analistas franceses si la ultraderecha tiene techo de cristal. Indudablemente, aunque el verdadero riesgo de una victoria de Le Pen en las próximas presidenciales francesas no venga tanto por un nuevo aumento inédito de quienes le apoyan sino sobre todo por la desmovilización de quienes votan en contra por el estigma que aún arrastra. La épica ante la ultraderecha tiene un límite: al final necesita disponer de una alternativa creíblemente mejor. Ese es el reverso de la aparente victoria de la izquierda el pasado fin de semana, y el riesgo que deberá evitar el próximo gobierno francés.

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