Qué hacías al despertar cuando no existían los móviles
Ya no sé qué pasaba antes de quedarme hipnotizada en la cama, esquivando la basura que mi algoritmo reserva para esconderme lo importante
Ya no sé qué hacía nada más despertarme cuando no existían los móviles. Supongo que amanecía ensimismada con mis dramas, transicionando del sueño a la mañana sin mucha interferencia mientras me preparaba el desayuno con la radio de fondo, la banda sonora al amanecer en casa. No recuerdo si sonreía a mi madre al saludarla, pero estoy segura de que ahí el tiempo se sentía distinto y expandido, con un pensamiento más limpio y definido. Ignoro qué miraba antes del ritual de abrir los ojos y estirar el brazo hacia mi mesilla para buscar mi pantalla. De quedarme ese rato raro en la cama hipnotizada, esquivando la basura que mi algoritmo reserva para esconderme lo importante. Ahí mi cerebro languidece aturdido por la mezcolanza de notificaciones, chats queridos, datos absurdos y correos que nunca fueron tan urgentes. Ya no sé cómo era aquello antes de verme secuestrada en la ducha por algún pensamiento inane que alguien chilló con demasiadas mayúsculas dentro de mi teléfono. Ahora creo que todo empieza siendo más espeso. Esos días casi siempre acabarán sintiéndose mucho más pequeños.
“Despertarse así [mirando el móvil] es algo extraño: es una devoción que te entumece, algo urgente y alienante al mismo tiempo”, reflexionaba hace unos días Daniel Schillinger en la revista The Point a propósito de la revolución digital en ese lapso matinal en el que nos urge más sintonizar con lo que pasa por los cerebros de los demás antes que centrarnos en el nuestro. “Los artículos de noticias que me parecen cruciales al despertar me parecerán más tarde artificiales y olvidables. ¿Y por qué debería permitir que los correos electrónicos sobre reuniones desplacen las conversaciones matutinas con mi familia? Cuando empiezo a hablar con mi hijo durante el desayuno, o cuando tomo el libro que le enseñaré más tarde ese día, a veces tengo la sensación de recuperar la conciencia”, revelaba en el texto sobre su experiencia, recordándonos que, como él, la mayoría hemos sucumbido, y sin apenas ofrecer resistencia, a la invasión de esa niebla mental antes de poner un pie en el suelo.
En 2015, el 80% de los españoles ya confirmaba que lo primero que miraban por la mañana era su teléfono. Así que al leer el texto de Schillinger, acudí a mis chats de amigas a preguntar si, a diferencia de mí, ellas sí recordaban qué hacían antes de reflejarse en ese rectángulo negro al amanecer. Remolonear más, escuchar la radio, ponerse la tele o tomarse más tiempo para desayunar y arreglarse fueron la mayoría de las respuestas. Así era su vida antes de consultar las métricas de su trabajo mientras se beben un café muy rápido, de enviar correos antes de entrar a la ducha o responder en chats de trabajo con una mano mientras con la otra despiden a su hija entrando a la guardería. Nadie las obliga, pero el sistema las ha disciplinado a cumplir con ello.
En Cómo escribimos ahora, uno de los mejores textos sobre los sentimientos que despierta la colisión de nuestra personalidad virtual y física, la escritora y poeta Patricia Lockwood nos advirtió de todo esto, algo a lo que siempre vuelvo cada vez que esa niebla me invade y me deja indefensa para reclamar mi mañana. “Si miro el móvil a primera hora, el teléfono se convierte en mi cerebro del día. Si no miro por una ventana de inmediato, el día no tendrá ventanas, será como uno de esos sueños en los que te metes en una serie de cajas cada vez más pequeñas, o en una escape room que tiene a todo el mundo dentro y en la que pagas doce horas de tu vida por entrar”, resumió. Por eso intento recordar lo de levantarme y mirar por la ventana de inmediato para que mi teléfono no se convierta en mi cerebro del día. Pero casi siempre abro los ojos, estiro el brazo y se me olvida.