Madridismo universal

Cuando los hinchas del Real Madrid salíamos de Wembley y nos uníamos a esa procesión inacabable de peregrinos universales, sabíamos que habíamos recorrido aquel camino hacia un santuario

Aficionados del Real Madrid en el estadio de Wembley (Reino Unido), el 1 de junio.Ibrahim Ezzat (Getty Images)

Hay un lugar especial en la memoria donde habita, despoblado de toda tristeza, el día en el que nace el amor por nuestro equipo de fútbol. Ese día, tradicionalmente, se remonta al instante preciso en el que hincha descubre la cancha de su equipo. Nadie olvida ni el murmullo ni los olores que rodearon el estadio la primera vez que lo visita, mientras los bombos retumbaban, los revendedores de entradas desesperadamente gritaban y los perros de la policía ladraban. Pero, tras los sonidos y la parafernalia que rodeaban los prolegómenos del partido, ocurría la más feliz de todas las caminatas de un hincha, aquella que separaba la puerta del estadio de la tribuna, tras la que descubría, por vez primera, la cancha y se enamoraba.

Con los años aprendí que ese inicial enamoramiento sensorial, aquella pasión más prístina que usualmente tenía una vía descendente –que bajaba de mi abuelo a mi padre y de mi padre hacia sus hijos–, no era la única manera en la que nacían los amores por los clubes de fútbol. Los nuevos amores habían encontrado vías alternas donde habían comenzado a transitar pasiones de formas tan inusitadas como apabullantes. Los nuevos enamoramientos brotaron atizados por la televisión y la internet, los celulares y las redes sociales, las grandes competiciones globales y el glamur portentoso que las rodeaban; alterando inevitablemente los caminos convencionales de la génesis del amor por un club de fútbol. Desde esa forma ecléctica y revolucionaria se fueron construyendo infinitos senderos paralelos que desafiaban los tradicionales ritos de iniciación en el fútbol, tan seductores y cautivantes como los caminos originarios, pero con alcances mundiales apenas imaginables.

Estos nuevos senderos se abrieron paso como un vendaval incontenible de desahogo frente a las miserias cotidianas de la humanidad. Brindaron un escape furtivo de la tristeza y la desgracia, de la guerra y la pobreza. Desde millones de pantallas en el planeta bajaba el consuelo del fútbol como bálsamo que redimía y generaba devociones incontenibles que han traspasado fronteras, cordilleras, mares, religiones, razas, idiomas e ideologías. Así como se ha deconstruido la sociedad, los vínculos de pertenencia entre un club de fútbol y sus aficionados, regados por todo el planeta, también se han deconstruido, trazando nuevos caminos por los que peregrinan millones de fieles.

Por eso, cuando los hinchas del Real Madrid salíamos de Wembley el sábado por la noche y nos uníamos a esa procesión inacabable de peregrinos universales, poseídos por el amor hacia la mayor fábrica de ilusiones de nuestra época, el Real Madrid, sabíamos que habíamos recorrido aquel camino hacia un santuario donde nuestra común pasión se había hermanado con la de miles de aficionados de toda ralea. Por un momento, eran indistinguibles nuestros pasaportes y linajes, y éramos capaces de fundirnos en abrazos inacabables con tirios y troyanos cuya identidad y nacionalidad desconocíamos. Si Kant hubiera conocido el fútbol, estoy convencido que no hubiese dudado en defender que la paz perpetua podría haberse alcanzado desde estos nuevos rituales que desaparecían por momentos nuestras discrepancias ancestrales.

Todos esos peregrinos estábamos en medio de un trance religioso, en un éxtasis místico que tenían tanto de nirvana como de paraíso celestial, dispersos e indistinguibles como arena en la playa, embotellados inevitablemente en Wembley Way, sin mayor remedio que compartir el camino por horas hasta conseguir tomar el tren. Entonces, así de atascados, si uno hacía el suficiente silencio, escuchaba tantos idiomas como los que se habrían hablado construyendo la Torre de Babel. Uno imaginaría que tal caos solo conduciría a la confusión y al extravío de los peregrinos –cosa bastante lejana a la realidad–, porque era evidente que todos se comunicaban en otro lenguaje que reconocían con la facilidad que se reconocen las cosas amadas, el del madridismo universal. ¿No era acaso madridismo universal aquel que bajaba de los balcones de los edificios que rodeaban Wembley, cuando niños y jóvenes ingleses nos miraban y desde un décimo piso gritaban un “hala Madrid” inconfundible? ¿No era acaso madridismo universal ese con que uno tropezaba cuando, caminando a través de las mayoritarias banderas españolas en Wembley, distinguía con facilidad banderas de Argelia y Túnez, Marruecos y Nigeria, Egipto y Costa Rica, México y Colombia?

Pero ni siquiera ese caleidoscopio global de Wembley me preparó para entender la dimensión de la celebración del madridismo universal que encontré cuando comencé a seguir las noticias de la victoria del Madrid en todo el planeta. Explanadas repletas de madridistas en Hanoi y en Accra; coliseos en El Cairo, desbordados por miles de hinchas del Madrid que con bengalas en mano reclamaban como propia la Champions que había levantado Nacho (Fernández Iglesias) a miles de kilómetros. Calles enteras sitiadas por fanáticos del Madrid en Erbil; teatros tomados en Marruecos, donde solo se distinguía una frase: “¡Así gana el Madrid!”; multitudes enardecidas en Argel, que gritaban el estribillo recurrente del “campeones olé, olé, olé”; bares repletos en Lagos, San Francisco, Miami, Tegucigalpa, Los Ángeles y Nueva York. Las escenas eran conmovedoras: miríadas de hinchas desenfrenados en las calles de Bombay, comparsas festivas con bombos en Sucre y fiestas sin ocaso en Manila. Y, aun así, nada más conmovedor que las celebraciones de los madridistas en Palestina que sepa Dios en qué condiciones festejaban la victoria en medio de una guerra fratricida. ¿Cómo explicar entonces ese desborde popular que el madridismo universal había generado en tiempos de polarización social y violencia, guerra y populismo, terrorismo y desigualdad?

Quiero proponer una explicación alternativa al madridismo universal contemporáneo. Soy muy consciente del papel que cumplieron los galácticos en la irrupción del Madrid en la cultura popular global, pero aquella explicación me parece tan desangelada como falaz. Mi hipótesis es que el madridismo universal de la última década nace como una promesa que ofrece un paraíso terrenal a sus aficionados. La promesa que se ofrece es certera desde la vía metafísica del Real Madrid: habrá con mucha probabilidad una victoria futura, aunque sea sufrida y precedida de reveses temporales, pero victoria al fin.

Como en toda teología elemental, el paraíso no sería accesible sino media el sacrificio y la angustia amenazante. El Real Madrid no sería capaz de generar esta devoción urbi et orbi si solo coqueteara con la derrota, la mediocridad o la insignificancia. El Madrid promete la victoria, aunque tarde en llegar, pero promete siempre volver a la victoria, como el famoso tuit de Toni Kroos –quien comprendió mejor que nadie lo que era el madridismo– tras la dolorosa derrota contra el Manchester City en 2023: “El Real Madrid contraatacará”.

Ese sencillo, aunque atrevido modus vivendi, es el secreto para que haya generado esa atracción universal que no promete la victoria desde la placidez del que domina todas las circunstancias que rodean al juego. El Madrid promete la victoria rebelándose frente a la adversidad, sin claudicar, manteniendo la convicción incluso cuando todo parezca torcerse –como la vida misma de la mayoría de los habitantes de este mundo–. Promete levantarse una y otra vez, sin agachar jamás la cabeza, cuantas veces haga falta. Finalmente, eso es lo que reza esa bandera enorme que siempre aparece en las finales: “Hasta el final, vamos Real”.

Históricamente, esa personalidad indomable del Madrid se gestó entre las remontadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, cuando Valdano nos habló del miedo escénico que despertaba el Bernabéu. Pero el mundo comenzó a presentir el nuevo alumbramiento de esa naturaleza inclaudicable del Madrid desde la amargura cuando contempló cómo uno de los mejores equipos que el Madrid haya tenido mordió y tragó la derrota en tres semifinales consecutivas de Champions League entre 2011 y 2013, quedándose en cada una de esas oportunidades al borde de la hazaña. Sin embargo, en esas derrotas duras estaba la simiente de la redención final que llegaría con el gol de Ramos para ganar la Décima en Lisboa, cuando se consumó el renacimiento del espíritu indoblegable del Madrid. Desde entonces se han encadenado una serie de victorias casi improbables que solo han engrandecido más su leyenda.

En la vida, siempre estamos enfrentados a la posibilidad del infortunio. La mayoría de nosotros no solemos dominar las desdichas que nos rodean. Por eso, cuando llegan, nos desarman y nos asolan con crueldad. Así, la promesa del Madrid es tan escandalosamente atractiva porque sufre como todos, le asestan golpes a cara descubierta como a todos, le asolan desgracias impensadas como a todos, pero los desafía como casi nadie y –casi siempre, como casi nadie– consigue reponerse frente a la adversidad. Entonces, el solo hecho de que haya conseguido torcer la desgracia con tozudez admirable ofrece una fuerza de atracción adictiva para los mortales porque, aunque hermanado en la adversidad común que padecemos, consigue escapar de la desgracia que a muchos nos suelen acorralar sin remedio. Es precisamente en esa danza perpetua donde la victoria convive con la posibilidad de que todo puede derrumbarse –menos la convicción de jamás claudicar–, la que ha conseguido que millones de hinchas en el mundo hayan generado un vínculo de pertenencia preternatural con el Real Madrid.

El madridismo universal ha demostrado incluso una vía de iniciación ascendente que desafía las convenciones futbolísticas. Ahora son los hijos y los nietos quienes evangelizan a los padres y a los abuelos, y han aprendido a amar al Madrid porque a sus niños los hace felices. Todos estos entusiastas hinchas del Madrid regados por todo el planeta ejercen de predicadores celosos y devotos que van prometiendo la redención en millones de hogares donde haya un televisor o una pantalla que compartir. El amor por el Real Madrid se ha democratizado a tal extremo que solo estamos asistiendo a los albores de un fenómeno social cuyo alcance no estamos preparados para comprender todavía, más aún si el porvenir promete una consolidación deportiva sin parangón, donde los futbolistas más talentosos renuncian a palacetes y pozos de petróleo porque sueñan con recalar en el Madrid.

Este madridismo universal le debe muchísimo al madridismo originario de quienes no adoraron las cenizas, sino que transmitieron el fuego, a pesar de arar durante muchas de décadas en el desierto en competiciones internacionales. Mantuvieron vivos los rituales y las liturgias que hoy deben respetar con sigilosa observancia los peregrinos globales. Siento infinita admiración por quienes en los tiempos más oscuros de la historia del Real Madrid salvaguardaron la convicción y hoy disfrutan de la era más pletórica de victorias del club. Pero también siento muchísima admiración por aquellos que, desde la lejanía y la pobreza, la guerra y la hambruna, en los rincones más escarpados del planeta donde se agotan todos los días las ganas de vivir y luchar, siguen con devoción inimaginable al Madrid. Para estos hinchas devotos que conviven con la desgracia cotidiana, el Madrid se revela como un paraíso terrenal donde les está permitida la victoria y la alegría. Es un consuelo que nadie les puede arrebatar.

Estoy convencido que el madridismo universal perdurará. No es un fenómeno efímero que pasará como pasan muchas de las grandes dinastías deportivas de moda que decidieron anclar su historia a una estrella en particular. Eso no es poca cosa. Los dirigentes y la afición del Real Madrid no solo han decidido colocar al equipo muy por encima de sus estrellas, sino convertirlo en la galaxia misma donde habitan las estrellas que vienen a nacer, brillar y extinguirse irremediablemente. Los galácticos no lo son porque orbitan en su propia galaxia, sino porque son estrellas que orbitan alrededor de la galaxia del Real Madrid, donde pasaron y brillaron Di Stéfano y Puskás, Raúl y Zidane, Cristiano y Benzema y, donde brillarán y pasarán también Vinicius y Mbappé. Solo el Madrid perdurará.

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