Historias de un cuchillo

El mundo ha cambiado mucho desde 1989, pero no tanto; han cambiado los fanáticos, pero no el fanatismo, que casi le quita la vida a Salman Rushdie

Sr. García

En abril del año pasado, ocho meses después del ataque con cuchillo que casi le cuesta la vida, Salman Rushdie me dijo que había comenzado a escribir un libro sobre los hechos. “No sé qué saldrá, pero ya he comenzado”, me dijo. Era un domingo soleado de Nueva York; Rushdie llevaba un lente oscurecido sobre su ojo derecho, el que perdió tras el ataque, y su mano herida todavía no funcionaba normalmente; pero se había embarcado en la escritura ...

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En abril del año pasado, ocho meses después del ataque con cuchillo que casi le cuesta la vida, Salman Rushdie me dijo que había comenzado a escribir un libro sobre los hechos. “No sé qué saldrá, pero ya he comenzado”, me dijo. Era un domingo soleado de Nueva York; Rushdie llevaba un lente oscurecido sobre su ojo derecho, el que perdió tras el ataque, y su mano herida todavía no funcionaba normalmente; pero se había embarcado en la escritura del libro, decía casi con entusiasmo, y no había vuelta atrás. Me pareció claro que se trataba de lo que podemos llamar, con la detestable jerga de nuestros días, el control del relato. Pues Rushdie se ha pasado los últimos 35 años tratando de evitar que su vida quede reducida a su accidente más visible: la condena a muerte que decretó en su contra el Ayatolá Jomeini tras la publicación de una novela llamada Los versos satánicos. En los últimos años, me dijo, le había parecido que los lectores hablaban de los libros nuevos sin evocar la fetua, ni al Ayatolá, ni Los versos satánicos. Ahora la conversación volvería sin duda a la que era antes. Y lo que uno no cuente, me dijo Rushdie, lo contarán los otros.

Pues bien, ahora Rushdie lo ha contado. No habrá nadie ya que no se haya enterado de la publicación de Cuchillo, el recuento minucioso y conmovedor y valiente del ataque y sus consecuencias, pues los medios españoles le han dado la atención que merece. Confieso que yo me he preguntado si se necesitaba realmente una página más sobre este libro, pero de inmediato me he dicho que la pregunta es más bien tonta, porque valdría lo mismo preguntarse si hace falta defender una vez más las libertades más preciadas de sociedades como la nuestra, o si hace falta recordar una vez más que ninguna libertad conquistada es una conquista definitiva, o si hace falta denunciar una vez más la presencia entre nosotros —hoy como hace 35 años— de fuerzas insidiosas que diariamente matan o aterrorizan en nombre de una religión. El ataque de Chautauqua, los veintisiete segundos de la agresión salvaje que sufrió Salman Rushdie, fue tomando cuerpo en la cabeza del atacante a lo largo de meses de internet, de videos de YouTube y de redes sociales. Nada de eso existía, por supuesto, en el momento de la fetua. Por no existir, no existía el atacante: le faltaba una década mal contada para nacer. Y es útil recordarlo.

Lo que quiero decir es que el mundo ha cambiado mucho desde 1989, pero no tanto; o han cambiado los fanáticos, pero no el fanatismo, que se amolda y se aprovecha y espera siempre su momento, o que ahora echa mano de nuevos recursos o se transmite por vías novedosas. En uno de los momentos más extraños del libro, Rushdie decide que no buscará a su atacante para tratar de entender sus motivaciones, pues una entrevista aparecida en la prensa le ha revelado a una criatura panda y poco interesante. ¿Qué ha hecho entonces? Inventarlo: imaginar un diálogo de treinta páginas que le presta una voz, unas motivaciones, unos puntos de vista. Para algunos lectores, es el punto débil del libro. No puedo estar de acuerdo, no solo porque me parece admirable el intento por entender a quien nos ha hecho daño, sino porque el retrato que sale del diálogo es mucho más interesante que la eventual realidad: el retrato de un joven solitario y frustrado, desilusionado con la vida, fracasado en todo pero incapaz de aceptar la culpa de sus fracasos, demasiado listo para descargar en otro su furia. Furia, se llamaba una novela de Rushdie, pero lo que le ha ocurrido a Rushdie parece más bien sacado de Shalimar el payaso: esa novela que partió de la imagen de un hombre echado en un charco de sangre y otro de pie, mirando lo que ha hecho, sosteniendo un cuchillo.

Como todos los libros de Rushdie, Cuchillo es también una vindicación del oficio de narrar, o un alegato en favor de esa vieja actividad de poner en lenguaje lo ocurrido o imaginado y así darle un orden y sacarle un sentido. Cuenta Rushdie que faltó muy poco —un milímetro, acaso— para que el cuchillo que le entró por el ojo dañara su cerebro, lo cual lo hubiera dejado fatalmente convertido en otra persona. Pero el cuchillo no llegó adonde habría podido llegar, y Rushdie pudo seguir siendo quien era antes. Eso incluía el imperativo de ponerse a trabajar, por supuesto, y no en una novela, sino en este libro. No sé si haga falta ser novelista para entender el momento en que Rushdie, emergiendo apenas del trauma, acosado por los dolores propios y su reflejo en el ánimo de sus seres queridos, le dice a su mujer: “Esto hay que documentarlo”. Y ella —Rachel Eliza Griffiths: poeta, novelista y fotógrafa— está de acuerdo. Vienen entonces los esfuerzos por recordar y dejar constancia de lo que otros preferirían olvidar lo antes posible, aunque solo fuera por sanidad mental. Recordar estos hechos, darles forma permanente, no es solo el sesgo insoslayable de un novelista, sino un acto de coraje. “Esto es más grande que yo mismo”, escribe Rushdie. “Esto va de algo más grande”.

¿Pero qué es ese algo? Cuchillo es una respuesta posible a esta pregunta, pues el libro entero nos interroga constantemente sobre lo que le ha pasado con el transcurso de estos años a nuestra idea de libertad. La han manipulado todos, desde un lado y desde el otro, en nombre de valores diversos que la invocan para justificar el momento en que la aplastan. La recuperación y la defensa de esa vieja idea —”la idea de Thomas Paine, la idea de la Ilustración, la idea de John Stuart Mill”, dice Rushdie— es una de las obsesiones de este libro. O mejor: la historia que cuenta este libro es uno de los ataques más violentos que ha sufrido esa idea en mucho tiempo, y nos duele y nos conmueve porque Rushdie se ha echado sobre los hombros —en este libro y en tantos otros— la defensa de eso que nos beneficia a todos o que todos necesitamos y a veces damos por sentado.

Siempre me ha admirado que Rushdie, después de pasar una década escondido, viendo cómo la fetua descarrilaba su vida, no haya preferido pasar el resto de sus días guardando un cómodo silencio, escribiendo tranquilamente novelas tranquilas, tratando de no molestar a nadie o de no granjearse más enemigos. En Joseph Anton recuerda cómo lo intentó durante un tiempo, hasta que se dio cuenta de que sus enemigos –no solo los fanáticos, sino también los que supuestamente estaban de su lado– lo atacarían hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera. Entonces se lanzó ferozmente a la defensa de estas libertades sin las cuales no se entiende el ser humano, o sin las cuales el ser humano queda disminuido, es más pobre o menos humano: la libertad de imaginar y luego contar lo que hemos imaginado. Lo ha hecho hasta el día de hoy. Acerca del momento presente —en Ucrania, en India, en Estados Unidos—, Rushdie escribe: “Debemos entender que las historias son el núcleo de lo que está ocurriendo”. Escribe: “Las narrativas deshonestas de los opresores han resultado atractivas para muchos”. Escribe: “También las historias en que vivimos son territorios en disputa”.


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