La debacle estratégica de Netanyahu

El freno de Biden a la entrega de bombas, las protestas universitarias y los pasos para reconocer a Palestina son síntomas de una indignación internacional que debilita a Israel

El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, el pasado día 6, durante la ceremonia de la memoria del Holocausto, en el centro Yad Vashem, en Jerusalén.AMIR COHEN / POOL (EFE)

En Europa, proliferan las protestas estudiantiles contra la respuesta de Israel al ataque de Hamás del 7 de octubre y algunos Gobiernos del continente se declaran listos a reconocer el Estado palestino. Mientras, en EE UU, donde las protestas universitarias e...

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En Europa, proliferan las protestas estudiantiles contra la respuesta de Israel al ataque de Hamás del 7 de octubre y algunos Gobiernos del continente se declaran listos a reconocer el Estado palestino. Mientras, en EE UU, donde las protestas universitarias empezaron antes y sufren una fortísima represión, la administración de Biden por fin empieza a tocar la tecla clave: el freno a los suministros de armas a Israel. En la ONU, una votación en la Asamblea General mejoró ayer el estatus de Palestina en la organización y emitió una clara señal de apoyo político a su plena membresía: 143 votos a favor, 25 abstenidos y nueve en contra. Todos ellos son síntomas de la grave enfermedad en la que Netanyahu y sus acólitos están hundiendo a Israel: el oprobio internacional ante una reacción militar al ataque de Hamás a todas luces desproporcionada y deshumana, que incluye no solo infligir bombardeos, sino hasta el hambre y la escasez de medicinas a la población civil palestina de forma deliberada.

Mientras a nivel táctico avanza en una campaña que, además de buscar la aniquilación de Hamás, parece querer convertir a Gaza en un cúmulo terrorífico e inhabitable de escombros y dolor, Netanyahu cosecha poco a poco una derrota estratégica de peligrosas dimensiones para Israel, hecha no solo del odio imperecedero de los palestinos, sino de la indignación de gran parte del mundo. El riesgo de una victoria táctica a costa de una derrota estratégica lo señaló ya en diciembre pasado Lloyd Austin, que no es un radical activista propalestino sino el secretario de Defensa de EE UU. Pero a Netanyahu probablemente le interesa más su supervivencia política hoy que las posibles consecuencias para Israel mañana. Es sobre todo para lo primero que toca sin descanso el tambor de guerra y dice que está dispuesto a que Israel luche solo. En efecto, cada vez más solo se va encontrando.

Hay que ser claros. El ataque de Hamás del 7 de octubre fue un acto bárbaro e intolerable. El secuestro de civiles es un crimen de guerra y deberían ser liberados inmediatamente. Hamás ganó las elecciones hace dos décadas, pero no por ello es un actor político legítimo, porque abraza el terrorismo sin escrúpulos. Décadas de opresión y abusos israelíes justificados por presuntas razones de seguridad no avalan de ninguna manera esa clase de ofensiva. Por otra parte, nadie discute que Israel vive en un entorno peligroso y hostil, con actores en los que no se puede confiar, y que debe contar con una defensa adecuada para disuadir malas ideas de sus enemigos.

Nada de ello, sin embargo, justifica la devastación que Israel está causando en Gaza, como nada de ello tampoco justifica el robo de tierra que es la colonización, toda la opresión a ella vinculada, las insidias lanzadas sin pruebas contra agencias de la ONU para desviar la atención en momentos críticos o, en general, la calculada, sistemática voladura de toda opción de hallar una solución con dos Estados.

A quienes desde Israel argumentan que la guerra es dura, basta responder que sí, lo es, pero incluso la guerra tiene reglas. Si es o no un genocidio le corresponde a la justicia internacional decirlo —Netanyahu, dicho sea de paso, da claras muestras de temer la justicia internacional—. Pero los demás tenemos todo el derecho de formarnos una opinión y emitir un juicio con la información disponible —poca: las bombas de Israel han matado a decenas de periodistas en Gaza—. Los israelíes deberían saber a estas alturas que ese juicio es a nivel mundial mayoritariamente condenatorio. En EE UU, su aliado vital, el apoyo a la acción militar israelí bajó de un 50% en noviembre a un 36% en marzo, según un sondeo de Gallup. Poca duda cabe de que ahora debe de ser menor aún. No es solo cuestión de unos pocos universitarios. El rechazo es grande, e incluso las nuevas generaciones de judíos estadounidenses se alejan del Israel de Netanyahu.

Durante muchas décadas, el espanto del Holocausto —la más terrorífica persecución de un pueblo en la Historia— ha condicionado la posición política de muchos países y muchas personas de cara a Israel. Esto (junto, en el caso de EE UU, a cálculos geopolíticos) ha creado una suerte de excepcionalismo de Israel, un marco en el que se han tratado sus acciones políticas y militares con una vara de medir propia, tolerando sin verdadera reacción atropellos como la colonización. Sobre la base de ese contexto, representantes de Israel han en ocasiones agitado la acusación de antisemitismo con la evidente intención de inhibir legítimas críticas políticas. Durante tiempo fue una táctica eficaz. Ya no tanto. El antisemitismo sigue existiendo y debe ser combatido y erradicado. La crítica a la campaña en Gaza y llamar a acciones políticas para frenarla obviamente no es antisemitismo. Lo primero es un fenómeno lamentable pero marginal. Lo segundo es legítimo y cada vez más mayoritario en el mundo.

Este marco que toleraba ciertas cosas se está quebrando. La hipersensibilidad ante la perspectiva de proferir ciertas críticas —o de no entregar bombas estadounidenses, no esgrimir vetos en la ONU o de no reconocer a Palestina como Estado— se está difuminando. Sigue habiendo resistencias. En la UE, son evidentes en el caso de Alemania, un poderoso freno para que el grupo tenga posiciones comunes más contundentes en esta materia. Pero, aun así, el cambio es evidente.

Hace bien Biden en dejar pasar resoluciones en la ONU y en frenar la entrega de bombas —debería haberlo hecho mucho antes—. Y en Europa hacen bien el Gobierno de España y otros en proceder con el reconocimiento. Claro que lo ideal hubiese sido hacerlo en la estela de un acuerdo entre israelíes y palestinos; y que, subsidiariamente, hubiese sido mejor un paso conjunto de los Veintisiete. Pero tal y como están las cosas, no es correcto quedarse paralizados porque otros no están listos. Es justo avanzar para elevar la presión, aunque sean pocos, y no estén los principales. Otros, probablemente, seguirán. Los israelíes tienen todo el derecho a ser gobernados por un Ejecutivo democráticamente elegido. El resto del mundo no tiene derecho a intentar cambiar ese Gobierno, pero sí a tomar iniciativas políticas y civiles legales para ejercer presión sobre sus decisiones. Esto no es ni antisemitismo ni simpatizar con Hamás, como insinúan algunos políticos, en Europa, no solo en Israel.

No cabe ser ingenuos. Este cambio de clima —esta derrota estratégica— no es ninguna garantía de que cuaje una presión internacional suficiente para llegar al punto necesario: el de una solución política, que obviamente es la de los dos Estados con garantías de seguridad para ambos, que Netanyahu torpedea desde que tiene el mando. Décadas de historia reciente dejan claro que Israel ha podido hacer lo que ha querido. Por el apoyo de la superpotencia global, la aceptación de los europeos y —conviene no olvidarlo— la creciente connivencia de países árabes a los que les interesa más como socio frente a Irán que cualquier otra cosa. No está claro que este cuadro cambie del todo. Pero es evidente que algo está cambiando y que es una derrota estratégica para Israel.

Es desde la convicción de que Israel tiene derecho a existir en paz, desde la inquebrantable empatía por el espantoso sufrimiento del Holocausto, desde la admiración por la extraordinaria altura de los hallazgos culturales y científicos del pueblo judío que hay que decir claro y fuerte que el Israel de Netanyahu —que es mucho más que solo una persona— se está equivocando de una manera que no solo inflige un sufrimiento intolerable a los palestinos, sino que expone a Israel al debilitamiento que la indignación internacional por su acción genera. Europa debería hacer oír su voz más fuerte en ese sentido, y actuar políticamente en ese sentido.

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