Sánchez después de Sánchez
El presidente del Gobierno anuncia que sigue en su puesto, pero debe concretar y consensuar su plan de regeneración democrática
Pedro Sánchez desveló ayer su decisión de seguir como presidente del Gobierno y puso fin a uno de los episodios más desconcertantes de la vida política española reciente. Fue el desenlace de una reflexión de cinco días comprensible desde el punto de vista humano —un presidente tiene derecho a quebrarse emocionalmente, suspender su agenda pública y reflexionar sobre su propia dimisión—, pero hacerla pública sometió a la...
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Pedro Sánchez desveló ayer su decisión de seguir como presidente del Gobierno y puso fin a uno de los episodios más desconcertantes de la vida política española reciente. Fue el desenlace de una reflexión de cinco días comprensible desde el punto de vista humano —un presidente tiene derecho a quebrarse emocionalmente, suspender su agenda pública y reflexionar sobre su propia dimisión—, pero hacerla pública sometió a la sociedad a un estrés político que terminó ayer con un discurso de ocho minutos en el que devolvió a España a la senda de la estabilidad en un momento crucial para el país —con las elecciones autonómicas en Cataluña la semana que viene— y para toda Europa, que acude a las urnas la primera semana de junio.
La hipotética dimisión del presidente del Gobierno abocaba a España, en el mejor de los casos, a otro largo período de conversaciones, investiduras, parálisis y quizás pérdida de peso y oportunidades en las negociaciones que la Unión Europea abrirá para el reparto del poder tras esos comicios. Y todo ello con un Ejecutivo que prácticamente había empezado a andar hace solo cinco meses.
Se impuso la responsabilidad del presidente, que había considerado seriamente la posibilidad de dimitir, y la noticia fue recibida con alivio por los socialistas y por sus socios en el Congreso de los Diputados, aunque con acritud por los independentistas catalanes, eclipsados en plena campaña. La mayoría parlamentaria que le puso al frente del Gobierno sigue ahí. Por su parte, el líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, no anunció una moción de censura, lo que demuestra, a su vez, que no dispone de una mayoría para intentarlo. Las urnas hablaron el pasado 23 de julio.
Sánchez volvió a sorprender —como ha hecho durante toda su trayectoria política— con un giro de guion sobre el que fue muy poco explícito ayer. Un episodio del calado como el que ha protagonizado no puede, sin embargo, resolverse con una mera declaración de continuidad, en una comparecencia sin preguntas de la prensa ni con un compromiso genérico de trabajar por la “regeneración de nuestra democracia”. Estos cinco días de abril van a precisar de más explicación. Por un lado, porque ha hecho vivir al país un desconcierto extraordinario. Por otro, porque el acoso a su familia y concretamente a su esposa, el detonante de su reflexión, no va a parar. De hecho, no ha parado estos días: el viernes la organización ultracatólica Hazte Oír se sumó al pseudosindicato de ultraderecha Manos Limpias en una denuncia basada en recortes de prensa, bulos incluidos.
Así que hemos de pensar que el compromiso de Pedro Sánchez incluye un plan de acción que debe explicarse y sustanciarse en sede parlamentaria. Si ese plan supone una novedad relevante en la agenda de la legislatura, entonces sí cobraría sentido que el presidente se sometiera a la cuestión de confianza en el Congreso para buscar el impulso y el mayor consenso posible, incluso más allá de sus apoyos habituales, dado que buscar soluciones tanto para la desinformación como para la judicialización de la política puede suponer rozar pilares fundamentales de nuestro Estado de derecho. Y para ello hacen falta amplios consensos que en estos momentos no se vislumbran. Parece imposible, pero debe intentarlo. Aunque conduzcan a la melancolía las reiteradas apelaciones a las zonas templadas de los votantes conservadores, seguramente tan espantados como el resto por el clima tóxico de nuestra vida pública.
Con sus cinco días de encierro en La Moncloa, Pedro Sánchez ha conseguido abrir un debate sobre el modo en que la legítima rivalidad ideológica puede llegar a sobrepasar todos los límites éticos y terminar utilizando como arma arrojadiza cualquier bulo que corre por las redes sociales. El presidente del Gobierno debe llamar al líder de la oposición y que cada cual asuma su responsabilidad por intentar, o no, reconducir la peligrosa grieta social que cada día se ensancha un poco más en España. Núñez Feijóo respondió ayer a la noticia de que el presidente continúa en su puesto con el habitual discurso tremendista y descalificador, pero quien lidera el proceso es Sánchez y a él corresponde tomar la iniciativa.
Dejar fuera de esa reflexión a medio país no conduciría más que a sugerir, peligrosamente, que el otro medio tiene el monopolio de la democracia. El Gobierno más que nadie ha sufrido el tono apocalíptico de quienes ven interesadamente en el curso normal del Estado de derecho —con la tramitación de la ley de amnistía como mayor ejemplo— síntomas de estado de excepción: con continuas referencias a una ilusoria quiebra de la Constitución o de la democracia liberal cada vez que el Congreso de los Diputados toma mayoritariamente una medida que no agrada a las derechas españolas.
Liderar un intento serio de regeneración pasa por evitar la tentación de defenderse con los mismos métodos. También por dejar de lado la ola emocional y el empacho de moralinas en los que se ha embarcado la política en España últimamente para volver a las instituciones y hacer política. Y recoser así las costuras de un país metido en un formidable embrollo político, judicial y mediático.