Desde la perplejidad
Tanto si sigue como si renuncia al cargo, Sánchez está obligado a institucionalizar su gesto. La salida más digna para seguir en el cargo sería la moción de confianza
En estos momentos de política posverdad hay dos reacciones habituales ante las proclamas políticas: que nadie se crea nada o que tendamos a creer exclusivamente las de nuestra tribu o facción. Es decir, nos movemos entre el escepticismo radical y la entrega total a los enmarques y visiones que nos ofrecen los nuestros. Ni una ni otra actitud parece adecuada para sostener una cultura cívica madura, pero es a donde hemos llegado. Huérfanos de deliberación pública y de respeto por los adversarios, todo se reduce al final a un esfuerzo por racionalizar la posición propia y demonizar la del contrin...
En estos momentos de política posverdad hay dos reacciones habituales ante las proclamas políticas: que nadie se crea nada o que tendamos a creer exclusivamente las de nuestra tribu o facción. Es decir, nos movemos entre el escepticismo radical y la entrega total a los enmarques y visiones que nos ofrecen los nuestros. Ni una ni otra actitud parece adecuada para sostener una cultura cívica madura, pero es a donde hemos llegado. Huérfanos de deliberación pública y de respeto por los adversarios, todo se reduce al final a un esfuerzo por racionalizar la posición propia y demonizar la del contrincante. Se echa en falta un escepticismo a lo Montaigne, la voluntad de acceder a una opinión autónoma, aunque sigamos manteniendo las dudas, ese “a mí me parece” al que aludía el escritor francés. Así me encuentro yo en el caso de la tan traída y llevada carta del presidente Sánchez. Lo que sigue no son, pues, más que algunos impromptus.
Uno. No voy a entrar en los motivos detrás del gesto, porque los ignoro, lo único cierto es la inmensa capacidad de Sánchez para sorprender y para no quedarse quieto, ese rasgo que Ortega atribuía al político arquetípico, “la inercia de su torrencial activismo”. En este caso se traduce en la mutación de un político frío en otro “sentimental”. No encuentro razones para asegurar que sea impostado. Pero sí para lamentar que no hubiera aprovechado la ocasión para distinguir entre la divergencia política legítima y la máquina de picar carne en que se ha convertido nuestra política. Porque igual que existe un linchamiento institucionalizado, y no solo desde un lado, se ejerce también la crítica sensata. Fundir ambas prácticas en una sola forma de ejercer la oposición equivale de hecho a deslegitimar toda discrepancia. No se trata de poner la otra mejilla, sino de llamar la atención sobre esta funesta deriva en la que ha entrado nuestra política. No hacerlo significa profundizar en la trinchera que separa ambos bloques.
Dos. Tanto si sigue como si renuncia al cargo, está obligado a institucionalizar su gesto. Esta atípica forma de comunicarse un presidente del Gobierno con los ciudadanos encaja como un guante en la práctica populista de eliminar toda mediación entre líder y pueblo. Pero en un sistema parlamentario no se elige al jefe del Ejecutivo de forma directa, lo elige el Parlamento, y es ante él donde hay que rendir cuentas (además de ante su propio partido, claro). Este sistema de mediaciones no se puede obviar. Si optara por la renuncia es ahí donde habría que ofrecer explicaciones. Y, dado lo insólito de esta situación que ha provocado, la salida más digna para seguir en el cargo sería la moción de confianza. En ambos casos tendría una ocasión solemne para convertir su supuesta condición de víctima en algo constructivo, abogar por otra política, más alejada de la confrontación pura y dura, en vez de aprovecharla para buscar la aclamación entre los suyos, que es donde estamos.
Y tres. Ojo con disparar a los jueces y a los medios no afines como un todo. Sembrar una especie de desconfianza sistémica en los mecanismos de control es el camino más rápido para subvertir los pilares liberales de cualquier sistema democrático. Sánchez encontró vía libre para su moción de censura a partir de una sentencia judicial, y ahora coquetea con el lawfare; el PP comenzó deslegitimando el Gobierno que salió de ella previa crítica visceral al juez que dictó dicha sentencia. Y sigue sin cumplir su obligación de renovar el CGPJ. Pueden criticarse sentencias puntuales, y todos lo hacemos, pero si nuestros dos grandes partidos solo tienden a aceptar los actos judiciales que les benefician lo llevamos claro.