Galder y el fútbol

Quién sabe si ya nos han robado con chequeras ese deporte canchero y de arrabal, pero aún se puede ser romántico sin ser ingenuo del todo

Aficionados del Athletic celebran su victoria tras derrotar al Mallorca en la final de Copa.Javier Zorrilla (EFE)

Mañana saldrá la gabarra a festejar la victoria del Athlétic por la ría del Nervión y yo me acordaré de Galder Reguera, que contó que esta final de Copa fue para él el viaje que compartió con su hijo y que ya no podrán olvidar, ni el padre ni el hijo, por muchos años que pasen. El capricho de la memoria quiere que a veces se te despiste un nombre y en ca...

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Mañana saldrá la gabarra a festejar la victoria del Athlétic por la ría del Nervión y yo me acordaré de Galder Reguera, que contó que esta final de Copa fue para él el viaje que compartió con su hijo y que ya no podrán olvidar, ni el padre ni el hijo, por muchos años que pasen. El capricho de la memoria quiere que a veces se te despiste un nombre y en cambio recites entera una alineación. Hicieron falta una prórroga y unos penaltis en La Cartuja para que miles de aficionados evocasen a voces y a llantos el embrujo que preserva el fútbol a pesar del negocio en que tratan de pervertirlo.

Quién sabe si ya nos han robado con chequeras ese deporte canchero y de arrabal, pero aún se puede ser romántico sin ser ingenuo del todo. Se puede celebrar la emoción de ir a un estadio por primera vez y corear un himno o un buen pase a la banda; de compartir con alguien el humor de la victoria y de la derrota o el milagro del viaje que harás con tu padre a Sevilla hasta que prometas que no recuerdas nada de lo que pasó y, a la vez, que no lo olvidarás nunca.

El fútbol es ese lazo emocional que no se extingue: el abrazo de los hermanos Williams. El abrazo en la grada con un desconocido por un gol a deshora. Es la infancia en los patios del colegio, donde podías jugar con uno de los equipos si te escogía el que hubiera puesto el balón. Si no, te quedaba la opción de retransmitir el partido con un palo que se suponía que era el micrófono e igual, con los años, te volvías periodista de verdad.

El fútbol son los veranos de Eurocopa y de Mundial. La camiseta y los cromos. Probarte de mediapunta y acabar de árbitro. Los cuatro requisitos según Johan Cruyff: buen césped, vestuario limpio, redes tensas en las porterías y jugadores que se limpien sus propias botas. El fútbol será el recuerdo de dónde estábamos ese día de agosto en que el tanto de Olga Carmona puso el mundo a los pies del toque de la selección. Ver crecer las canteras femeninas luchando aún contra el prejuicio y hacerse más fuertes en torno a la pelota, que es la mejor manera de aventar imbéciles.

El fútbol son las crónicas de Juan Villoro y de Santiago Segurola y de Ramon Besa, a los que acudes para encontrar en palabras las sensaciones que tú sin saberlo llevabas por dentro. Son los artículos de Juan Tallón, que usa al fútbol de pretexto para hablar de todas las otras cosas: “Ningún problema es tan grave que no pueda solucionarse con un gol de cabeza”. Y las columnas de Enrique Ballester, en las que se dice lo que hay que decirles a aquellos descreídos que vienen en la desgracia a informarnos de que el fútbol no hay que tomarlo en serio porque no nos dará de comer: “¿Qué pasa? ¿Que sólo podemos estar tristes por lo que nos dé dinero? ¿Acaso tú me das de comer, hijo de puta?”.

Soy uno de esos a los que llaman panenkitas, que se entusiasma por las historias y los pequeños placeres que el fútbol todavía no ha puesto en venta y que sospecha que si esta victoria ha embriagado tanto más allá del Nervión es porque en esa gabarra viaja una filosofía. O sea, una resistencia. Soy, en fin, de los que sube el volumen cuando hablan Jorge Valdano o Álvaro Benito. De los que aprovecha el fútbol para comentar lo malo, que es mucho. Y también lo bueno e inexplicable, como ese vínculo entre un padre y un hijo que ya será para siempre. Enhorabuena, Bilbao; y felices sueños, Galder.

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