‘Liberté, egalité et sororité': aborto y democracia
La modificación de la Constitución francesa es muy relevante ante la involución y el auge de los nacionalismos autoritarios
“Francia está demostrando que el derecho al aborto ya no es una opción, sino una condición de nuestra democracia”, fueron las palabras de Mélanie Vogel, del Partido Verde, y una de las voces más activas detrás de la reforma que incorpora este derecho a la Constitución. ¿Pero, cuál es esa conexión que no parece obvia entre la autonomía reproductiva de las mujeres y la democracia? ¿O, lo que es lo mismo, entre esa autonomía y su condición de ciudadanas?
Para responder a esta pregunta tenem...
“Francia está demostrando que el derecho al aborto ya no es una opción, sino una condición de nuestra democracia”, fueron las palabras de Mélanie Vogel, del Partido Verde, y una de las voces más activas detrás de la reforma que incorpora este derecho a la Constitución. ¿Pero, cuál es esa conexión que no parece obvia entre la autonomía reproductiva de las mujeres y la democracia? ¿O, lo que es lo mismo, entre esa autonomía y su condición de ciudadanas?
Para responder a esta pregunta tenemos que remontarnos al origen del constitucionalismo moderno y a la tesis de que dicho constitucionalismo sencillamente heredó una concepción de ciudadanía republicana que esperaba que los ciudadanos contribuyeran al bien común, aunque esto significaba cosas diferentes para hombres y mujeres. Mientras que la expectativa era que los hombres se centraran en el servicio militar y el desempeño del gobierno, las mujeres habrían de canalizar su contribución a través de la maternidad, custodiando las virtudes y la moral republicanas. Es decir que el consabido contrato social que marcaba las nuevas condiciones del ejercicio del poder legítimo descansaría no solo sobre el reconocimiento de la libertad y de la igualdad (aunque limitado, desde luego, por renta y raza) sino también sobre un contrato sexual previo (teorizado por Carole Pateman en 1988) que delimitaría esferas separadas y sexuadas. Reproducción y cuidados quedaban relegados a la esfera privada y se sellaba así para la mujer una condición de encargada de la dependencia y dependiente a su vez, incompatible con su libertad e igualdad.
El voto disidente de los magistrados Mahrenholz y Sommer en la sentencia del Tribunal Federal Constitucional alemán del año 1993, reconocía que el problema de base es que una característica básica de la condición humana es que la sexualidad y el deseo de tener hijos no necesariamente coinciden, y que las consecuencias de tal divergencia hasta ahora han recaído principalmente en las mujeres. A ello habría que añadir que ningún método anticonceptivo es plenamente seguro y, sobre todo, algo que hoy estamos en mejores condiciones de reconocer: que el problema tiene raíces aún más profundas, pues si de algo ha servido el acalorado debate social del solo sí es sí es para invitar a una reflexión más profunda acerca de las condiciones estructurales que una sexualidad verdaderamente libre de la mujer requiere.
El problema se agrava por la constatación de que unos cuidados a los que no se les reconoce una dimensión de contribución ciudadana siguen recayendo de forma prioritaria sobre las mujeres y, de esta forma, condicionando y limitando sus opciones en otros ámbitos, estos sí, reconocidos como ámbitos de desempeño ciudadano, como el trabajo remunerado o los cargos públicos y representativos. La cuestión de la desigualdad se complica aún más si tenemos en cuenta que, diga lo que diga la ley, las mujeres han reclamado desde siempre un “derecho natural” a disponer de sus cuerpos, es decir, que cuando han querido abortar han abortado con la diferencia de que aquellas sin recursos o condiciones legales lo han hecho de forma clandestina, pagando con salud y vida.
De ahí la relevancia de que la cláusula incorporada a la Constitución de Francia, la primera en el mundo en su especie, hable de “libertad garantizada”, y no solo de libertad o autonomía reproductivas. A nadie se le escapa que lo sucedido en Francia está conectado con la involución democrática que observamos en un contexto de auge de nacionalismos autoritarios hermanados por una clara agenda antigénero y, en particular, con la muerte en junio de 2022 del precedente del Tribunal Supremo de EE UU (conocido como Roe v. Wade) que en el año 1973 reconoció por vía jurisprudencial la libertad de abortar. Pero lo cierto es que Roe v Wade nunca fue suficiente, porque su articulación en clave meramente negativa siempre supuso dejar por fuera del disfrute de la justicia reproductiva a quienes carecían de recursos para acceder a la prestación (mujeres pobres y racializadas).
En esto, la tradición constitucional europea en la materia siempre ha ido un paso por delante, reconociendo por regla general que, al menos en aquellos supuestos en los que se reconociera la legalidad de la práctica, esta debía también contar con cobertura social. Como por delante ha ido en reconocer que este reconocimiento del derecho de la mujer a la interrupción voluntaria de su embarazo no implica una desatención total o un desprecio constitucional de la vida humana en formación sino un reconocimiento de que la única forma de conciliar la igualdad ciudadana de la mujer, su autonomía reproductiva y el valor objetivo de la vida humana en formación pasa por pensar en formas de desincentivar el aborto que vayan de la mano de la mujer y no contra ellas. Educación sexual para prevenir embarazos no deseados. Alternativas reales para que las mujeres embarazadas puedan escoger otras vías. Y, sobre todo, sociedades igualitarias en las que la reproducción social reciba el reconocimiento de la importancia que merece, pero deje de ser un “deber ciudadano normalizado”, a la vez que infravalorado, de la mitad femenina de la población. En definitiva, sororité y no solo fraternité, añadido al lema revolucionario.