La virtud y la necesidad
El político debería representar al ciudadano que duda en lugar de intentar convencer a sus electores de que tomar una decisión exige desacreditar todas las razones que se oponen a ella
Es consabida la queja de quien votó a disgusto: “He tenido que taparme la nariz”, dirá de manera sarcástica. Por regla general, lo anterior se considera una desdicha, pues se supone que habría que votar siempre con entusiasmo y orgullo o, por lo menos, con suficiente convencimiento. Una democracia que exija combatir el sentido del olfato no resulta, en efecto, muy ejemplar. Pero habría que preguntarse si esta suposición es tan natural como parece. ¿Y si el votar con mal sabor de boca no fuera una anomalía? ¿De verdad...
Es consabida la queja de quien votó a disgusto: “He tenido que taparme la nariz”, dirá de manera sarcástica. Por regla general, lo anterior se considera una desdicha, pues se supone que habría que votar siempre con entusiasmo y orgullo o, por lo menos, con suficiente convencimiento. Una democracia que exija combatir el sentido del olfato no resulta, en efecto, muy ejemplar. Pero habría que preguntarse si esta suposición es tan natural como parece. ¿Y si el votar con mal sabor de boca no fuera una anomalía? ¿De verdad es tan normal votar sonriendo y con las manos limpias? Confesémoslo: algunos electores somos incapaces de identificarnos con un partido y de entregarnos a él en cuerpo y alma, con todas nuestras pasiones y todo nuestro juicio, durante mucho tiempo seguido. Eso no significa, sin embargo, que nos desentendamos de la política. Al contrario: es porque creemos entenderla por lo que no estamos inclinados a esas prácticas, que nos parecen una pesadilla y que quizá expresen la esencia del populismo.
En la política (como en la vida en general) todo tiene la forma de una confusa mezcla de males y bienes y, por admirables que los segundos lleguen a ser, nunca debería olvidarse su inquietante proximidad a los primeros ni su frecuente dependencia de ellos. Muchos electores dubitativos, escépticos y tibios estaríamos mejor representados por políticos que mostraran estas mismas cualidades. Nos gustaría, por ejemplo, que, si un partido puede gobernar, pero tiene que hacerlo sin mayoría y buscando aliados, no eligiese a cualquiera para este fin. Declinar la ocupación del poder (un privilegio de políticos nobles) puede resultar más apropiado que gobernar bajo cierta clase de condiciones, igual que, para el ciudadano particular, abstenerse de votar o hacerlo en blanco puede ser, llegado el caso, la elección más digna. Lo anterior no implica hacer del desistimiento un hábito, aunque sí invita a advertir que, cuando las manos del gobernante no huelen a rosas, lo peor es atribuirles el aroma de un perfume que no existe. Seguramente es preferible no mancharse pero, en caso de hacerlo, nada mejora cambiando de manera ventajista el significado de las palabras.
¿Qué decir de un elector que ha estado a punto de abstenerse y que, habiendo decidido finalmente votar a cierto partido, se olvida de todas sus dudas y dice haber descubierto inmensas virtudes en su elección, la cual pasa a ser tenida por un hecho afortunado y por una ocasión histórica? ¿De verdad cuesta tanto trabajo hacer algo con reservas y sin perder consciencia de que no todo se hizo bien? ¿O es que en la vida solo puede hacerse aquello que produce un orgullo estridente? Lo peor de esta clase de conductas son las exageradas pasiones sobrevenidas que sustituyen a la duda. Hice esto a regañadientes, se pensará aunque no se diga, pero me resulta incómodo reconocerlo, así que me convenzo de que lo hice sin reservas y —cosa tan insensata como frecuente— paso a entusiasmarme realmente con lo hecho.
La actuación recién descrita no es quizá la más gloriosa que pueda emprender un elector lúcido, y a quien aspira a gobernar le ocurre lo mismo cuando dice hacer de la necesidad virtud. Quien gobierna como consecuencia de una decisión que ha exigido sacrificar bienes importantes no debería olvidar tales sacrificios ni declarar que no lo fueron. En general es muy raro, en la política y fuera de ella, actuar sin reserva alguna, y convencerse de que lo normal es lo contrario equivale a inventar una humanidad que no existe y, sobre todo, que no es deseable que exista. Poner en claro qué cosas poco honorables ha habido que hacer para lograr algo debería ser un imperativo para todos, políticos o no. La necesidad no es casi nunca virtuosa ni debe aspirar a serlo; a ella, desde luego, le basta con ser necesaria, y quien la adorna con atribuciones de virtud adultera el significado de esta última palabra, la cual pasa a aplicarse a continuación a cualquier cosa que a uno le convenga.
El político debería esforzarse por representar al ciudadano que duda y que sabe que apenas nada está justificado del todo, en lugar de pervertir a sus electores convenciéndolos de que tomar una decisión exige desacreditar todas las razones que se oponen a ella y persuadirse de que uno no tuvo dudas nunca. En realidad, los políticos y quienes no lo somos nos parecemos bastante en esto: una vez que hacemos algo, no nos gusta que se nos muestren al desnudo ciertos fundamentos de lo que hemos hecho. A veces nos acostumbramos a no verlos y otras a darlos por buenos y justos. Pero no se sabe si es peor lo primero o lo segundo, ni en la vida en general ni en la política en particular.