Cuentos y muebles de Ricardo Menéndez Salmón

Debo de ser uno de los hombres más aburridos, más reacios a las odiseas, del planeta. Y, sin embargo, me lo paso en grande con un buen libro en las manos

El escritor Ricardo Menéndez Salmón en una imagen de archivo.IVAN G.FERNANDEZ (Europa Press)

En estos días de noches anticipadas y lluvias frecuentes por los pagos centroeuropeos donde uno respira, me complacen sobremanera el retiro, la soledad, la lectura. Debo de ser uno de los hombres más aburridos, más reacios a las odiseas, del planeta. Y, sin embargo, me lo paso en grande con un buen libro en las manos. Entre los títulos que me están haciendo tolerable el invierno, quiero destacar uno de publicación reciente que no ha recibido la atención que a mi juicio merece, lo cual no es tanto un problema del libro como de quienes pierden la oportunidad de disfrutarlo. Reúne una variada col...

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En estos días de noches anticipadas y lluvias frecuentes por los pagos centroeuropeos donde uno respira, me complacen sobremanera el retiro, la soledad, la lectura. Debo de ser uno de los hombres más aburridos, más reacios a las odiseas, del planeta. Y, sin embargo, me lo paso en grande con un buen libro en las manos. Entre los títulos que me están haciendo tolerable el invierno, quiero destacar uno de publicación reciente que no ha recibido la atención que a mi juicio merece, lo cual no es tanto un problema del libro como de quienes pierden la oportunidad de disfrutarlo. Reúne una variada colección de relatos. El nombre de quien lo firma constituye por sí solo garantía de calidad literaria. Me refiero a Ricardo Menéndez Salmón, en modo alguno un autor desconocido en eso que pudiera llamarse panorama de las letras españolas actuales, si bien su asentado prestigio radica mayormente en las novelas que ha escrito. No cabe aquí un resumen de las veintiuna historias reunidas bajo un título sugerente: Los muebles del mundo. De algunas llevo conmigo un eco tenaz, al modo de esas canciones pegadizas que, después de escuchadas, no hay manera de sacárselas de encima. Pienso en la del niño que, camino del campo de exterminio, entretiene sus penalidades atisbando lo que se ve a través de una grieta del vagón. O en la de una mujer del siglo XVI que no ha parado desde entonces de buscar un cuadro, donde fue maléficamente representada, para destruirlo. O en la del hombre atado a un amor antiguo que en vano trata de propiciar un acercamiento con la mujer junto a la cual probó la felicidad. Menéndez Salmón antepone un prólogo en el que anuncia que abandona, ¿para siempre?, el cultivo del cuento. Me pregunto por qué nos hace esto. ¿Qué le hemos hecho para que nos deje con la miel en los labios? Sugiero montarle una cencerrada ante el portal de su casa a fin de que recapacite.

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