Que no hay mucho más
En los últimos días, hemos mentido más de la cuenta y de la peor de las maneras: hemos respondido a decenas de buenos deseos con un “tenemos que vernos”. Qué sería de la hipocresía si no la empezásemos por nosotros mismos
Por lo general, en los últimos días hemos mentido más de la cuenta y de la peor de las maneras: sin disfrutarlo ni darnos apenas cuenta. Hemos respondido a decenas de buenos deseos que nos llegaron al teléfono con otros buenos deseos y, llevados quizá por el empuje de la Navidad, hemos rematado esos mensajes con un “tenemos que vernos” o un “de este año no pasa”.
Uno ya sabe, al escribirlo, que esas suelen ser las cosas que se escriben para que el otro vea que hay buena fe y que no es por él por lo que rompieron el trato...
Por lo general, en los últimos días hemos mentido más de la cuenta y de la peor de las maneras: sin disfrutarlo ni darnos apenas cuenta. Hemos respondido a decenas de buenos deseos que nos llegaron al teléfono con otros buenos deseos y, llevados quizá por el empuje de la Navidad, hemos rematado esos mensajes con un “tenemos que vernos” o un “de este año no pasa”.
Uno ya sabe, al escribirlo, que esas suelen ser las cosas que se escriben para que el otro vea que hay buena fe y que no es por él por lo que rompieron el trato, sino por esa larga cadena de compromisos muchas veces eludibles a la que llamamos vida. El otro sabe, cuando nos lee, que le hemos soltado una mentira con buena intención —de las más nefastas, entonces— y por eso responde con las mismas artes: claro que sí, nos dirá: tenemos que quedar un día. Qué sería de la hipocresía si no la empezásemos por nosotros mismos. Normalmente, la vida seguirá su curso y todos esos mensajes, que nos hicieron sonreír antes o después de la carrillera de Nochebuena, volverán sin más a su sitio, que son los chats olvidados del móvil. Aunque nos habremos dado al menos eso: la ocasión de imaginar que hay una dimensión en la que quedamos con quien decimos y hacemos lo que nos proponemos; una dimensión en la que los chats se cumplen.
Quizá les pase: que son sinceros cuando lo escriben, que de verdad quieren ver a otras personas de las que guardan recuerdos felices o viejas fiestas, o charlas que no se acababan. Quizá les ocurra que sí les apetece volverse a encontrar con otras gentes a las que, solo con verlas y sin cruzar una palabra, harán que se rememoren a sí mismos en épocas pasadas: cuando eran jóvenes, cuando eran ingenuos, cuando tenían pelo y les gustaba el pop. Mil cosas, qué sé yo. Quizá, incluso, hayan puesto fecha a esas citas. Eso serán buenas noticias, porque no está claro que la rutina en que vivimos la hayamos elegido nosotros del todo y, a menudo, conviene que forcemos los momentos para exponernos a que salgan bien o a que salgan mal, pero a que salgan, al cabo.
Si es imposible vivir sin las mentiras más básicas, terminenos al menos con la farsa del más adelante. ¿Más adelante de qué? Si hubiera un mandamiento laico o aconfesional debería ser no dejar que pase más el tiempo y abrir hueco a los que antes importaron, para preguntarles cómo están y qué tal les va e interesarse sin imposturas por qué tal están y cómo les va. Sacar horas, en fin, para compartir y brindar, y saber encontrarse a uno mismo en lo que recupera el contacto con los demás. Estar y brindar: eso era, que no hay mucho más.