Matices en el mapa territorial
La sociedad catalana no se reparte exclusivamente entre partidarios y detractores de la independencia, cuenta también con un contingente muy respetable de ciudadanos que desean modificar la relación actual con el Estado sin llegar a la separación
Quien desee honestamente que Cataluña siga vinculada a España de un modo estable —y a la vez suficientemente cómodo para una mayoría de españoles y para una mayoría de catalanes—, debe considerar los presupuestos jurídico-constitucionales. Pero no solo ni principalmente. Debería reparar también en otras características persistentes que se han manifestado en ambas sociedades durante estas últimas décadas. Sabemos bien que una y otra contienen un grado notable de diversidad interna. Pero algunos datos relevantes reflejan matices significativos en las actitudes predominantes en el conjunto de Esp...
Quien desee honestamente que Cataluña siga vinculada a España de un modo estable —y a la vez suficientemente cómodo para una mayoría de españoles y para una mayoría de catalanes—, debe considerar los presupuestos jurídico-constitucionales. Pero no solo ni principalmente. Debería reparar también en otras características persistentes que se han manifestado en ambas sociedades durante estas últimas décadas. Sabemos bien que una y otra contienen un grado notable de diversidad interna. Pero algunos datos relevantes reflejan matices significativos en las actitudes predominantes en el conjunto de España y en Cataluña.
Para empezar y durante años, ha sido patente la considerable diferencia entre el comportamiento agregado de los electores catalanes y el de los electores de la mayor parte de España. Sus preferencias electorales se han distribuido de forma muy dispar. En todas las comunidades autónomas se dan diferencias electorales. Pero Cataluña —junto con el País Vasco, Navarra y Canarias— está entre las que más se alejan de la pauta dominante. De esta discrepancia en el comportamiento electoral se deriva inmediatamente un diferente sistema de partidos parlamentarios, tanto en su representación autonómica como en su representación en las Cortes.
Existe también un claro contraste en la valoración del autogobierno que cada comunidad autónoma ha conseguido. Lo señalan las encuestas. Frente al caso singular de alguna comunidad donde predomina la opinión de que la autonomía conseguida es excesiva y debería reducirse, en la mayoría de las comunidades se aceptan como suficientes las competencias de que disponen. Por el contrario, una mayoría notable en Cataluña —al igual que en el País Vasco, Navarra y Canarias— aspira a ensanchar el ámbito de su capacidad de gobierno, con o sin aspiraciones a la independencia.
Sin atender a estas variables, no se explicarían tampoco las reacciones que ha suscitado la política territorial del gobierno Sánchez durante los últimos meses. El punto que ha condensado esta discrepancia ha sido la propuesta de aprobar una amnistía para dirigentes y activistas implicados en el fallido procés de independencia. Así lo han revelado las respectivas posiciones mayoritarias: de rechazo a la amnistía en España y de apoyo en Cataluña. Las representaciones patronales —de ámbito español y de ámbito catalán— se han pronunciado también de manera sutilmente diferente. Se ha dado asimismo un claro contraste de opinión entre la jerarquía católica de España y la de Cataluña. Ocurre algo parecido en las líneas editoriales de los grupos mediáticos privados: favorable en los que tienen sede en Cataluña y mayoritaria y pugnazmente adversa en Madrid, con alguna excepción. Menos verificable por dispersa es la reacción de la intelligentsia universitaria y literaria. Pero las voces de algunos de sus representantes más conspicuos han sonado con fuertes y claras disonancias en Cataluña y en el resto de España. Solo las dos confederaciones sindicales mayoritarias han coincidido en apoyar la propuesta de amnistía. No es un dato menor.
Por lo demás, es interesante constatar que los catalanes favorables a la amnistía superan en mucho el porcentaje de quienes se declaran partidarios de la independencia. Lo mismo ocurre con la aspiración a un mayor autogobierno que desborda igualmente el ámbito del independentismo. Lo cual refleja que la sociedad catalana no se reparte exclusivamente entre partidarios y detractores de la independencia: cuenta también con un contingente muy respetable de ciudadanos que desean modificar la relación actual con el Estado sin llegar a la separación.
De este mapa de actitudes y opiniones se desprenden a mi juicio dos conclusiones. La primera es la necesidad de conocerlo y asumirlo. A pesar de la abundancia de datos, no parece que predomine una visión suficientemente ajustada de la situación. Quizá por falta de difusión. Pero también por una manipulación deliberada en su comunicación que persigue ocultar algunos elementos y deformar otros. No es extraño que así ocurra cuando están en juego importantes intereses —a veces más ligados a poderes corporativos que estrictamente partidistas— y cuando se maneja a menudo con muy pocos escrúpulos un inflamable caudal de recursos emocionales.
La segunda conclusión es que una aproximación constructiva a la cuestión territorial en general y a la llamada cuestión catalana en particular necesita tener muy presente esta persistente y multifacética diversidad. Desmiente la idea de una división simplificada y compacta entre unionistas y separatistas, entre nacionalistas españoles y nacionalistas catalanes, entre constitucionalistas y no constitucionalistas. A este respecto, la respuesta de la militancia del PSOE a la consulta interna sobre los pactos de investidura es otro dato de interés. Empeñarse en ignorar las tonalidades varias de este mapa de opiniones y actitudes prolongará la costosa y crónica conflictividad que padecemos. Solo una esforzada tarea política y cultural podrá conducir a la aceptación honesta de esta compleja realidad y articular un sistema de relaciones territoriales más estable. Paso a paso y a medio plazo.