El fin del personaje Puigdemont
El ‘expresident’ está explorando la posibilidad de negociar una amnistía, pero consciente de que dicho acuerdo solo podrá producirse en el único marco legal existente
Desde el instante en que cruzó la frontera, Carles Puigdemont fue construido como personaje a través de dos narrativas irreconciliables que se retroalimentaban. Por una parte, la que lo caracterizaba como un golpista que se fugó de la justicia: el prófugo que se había ido de rositas, pero algún día sería juzgado y encarcelado. La otra narrativa ha sido la del fugitivo que lograba escaparse una y otra vez de la injusta persecución de esa justicia vengativa. Aquí el malo de la película lo interpretaba el ...
Desde el instante en que cruzó la frontera, Carles Puigdemont fue construido como personaje a través de dos narrativas irreconciliables que se retroalimentaban. Por una parte, la que lo caracterizaba como un golpista que se fugó de la justicia: el prófugo que se había ido de rositas, pero algún día sería juzgado y encarcelado. La otra narrativa ha sido la del fugitivo que lograba escaparse una y otra vez de la injusta persecución de esa justicia vengativa. Aquí el malo de la película lo interpretaba el juez Llarena, derrotado en cada episodio, mientras que Puigdemont, protegido por la jurisdicción belga, alemana o comunitaria, no dejaba que se apagasen las brasas de una confrontación que el Estado ha desactivado: así encarnaba la mítica del ”no surrender”, el lema que acompañaba los grafitis con su rostro que aún pueden verse despintados en las calles de muchos pueblos de Cataluña y que ha sido el principal capital electoral de la formación que ahora lidera más que nunca.
Ambas narrativas, la del prófugo y la del héroe, han generado una adhesión prototípica de la sentimentalización identitaria que hoy es el principal factor de movilización política. En las manifestaciones antindependentistas se grita con tribalismo punitivo “Puigdemont a prisión”, una forma como cualquier otra de sentirse parte de un grupo y canalizar la rabia de nuestro tiempo. En las independentistas, en paralelo, nunca ha fallado la consigna ”Puigdemont, el nostre president”, expresando el deseo que su regreso, tantas veces prometido, lograría revivir lo que no fue, pero necesitan creer que podría haber sido. El problema de esas narrativas, irreconciliables en el plano discursivo, es que, en algunas ocasiones, el relato puede cruzarse con la compleja ambivalencia de la realidad. Esta es la principal virtud de la política.
En esta disyuntiva está ahora el eurodiputado Puigdemont, explorando la posibilidad de negociar una amnistía que le beneficiaría a él y a decenas de personas, pero consciente de que dicho acuerdo solo podrá producirse en el único marco legal existente: el de la Constitución, que es el mismo que bloquea la posibilidad de celebración de un referéndum de autodeterminación. Narrativamente, el personaje del héroe resistente se enfrenta ahora a una contradicción irresoluble.
Le expongo mi argumentación al novelista Miqui Otero, al que asalto sin piedad en un vagón del tren matinal de Valencia a Barcelona. Lo sintetiza mejor que yo: el desafío actual de Puigdemont sería transitar de personaje apocalíptico a integrado sin que esa evolución parezca una impostura, sin que sea percibido así por quienes lo reconocen como el líder del independentismo que necesitan para mantener viva la ilusión. Es probable que el lugar donde deba resolverse esa contradicción sea precisamente discursivo, en el preámbulo de la ley de amnistía, cuyo redactado deberá permitir que el personaje siga existiendo al tiempo que quede integrado en el marco constitucional.
Pero esa transición del personaje, sin que sea señalada, ya ha empezado a producirse. Durante los últimos años, más que actuar como líder de un partido en el que ya no ejerce cargo orgánico alguno, Carles Puigdemont se presentaba como presidente del Consell de la República. Este organismo cuenta con más de 100.000 inscritos, tiene un organigrama en el que están representados partidos y asociaciones, dice preservar el legado del 1 de octubre y, más allá del Gobierno autonómico de la Generalitat, tenía la pretensión de consolidar una institucionalidad paralela, tanto a nivel global como con la constitución de consejos locales que debían ser piezas básicas cuando llegase un nuevo momento de ruptura. Seguramente esta institución privada, pero que se presentó en el Palau de la Generalitat, sea el ejemplo límite de la narrativa heroica que va a reescribirse. Puigdemont no se ha sentido vinculado por la decisión democrática de la asociación que preside, que votó en contra del pacto de investidura. Cuando ha llegado la hora de la política, es decir, la hora de la negociación, ha optado por acabar con la ficción e impugnar el discurso de su propio personaje.