He aprendido a quererme (a mí misma)

En tiempos en los que tanta víctima real necesitaría ser escuchada o que se les prestara un tiempo de ayuda terapéutica, los hay que abaratan la palabra “trauma” y llaman así a cualquier inconveniente de la vida

Raúl Cimas y Esperanza Pedreño, protagonistas de 'Poquita fe'.

A los cómicos se los ama, pero tal vez no se aprecia el complejísimo mecanismo por el cual logran hacernos reír. Entendemos lo trascendente como algo sublime que refleja el pensamiento de la época, pero no somos conscientes de que nada como la farsa para describir el sentir de una sociedad. La serie Poquita fe llegó de manera humilde a las pantallas, sin bombardeo publicitario, pero se ha ido ganando nuestra risa a fuerza de hacer un retrato social que el reparto, encabezado por ...

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A los cómicos se los ama, pero tal vez no se aprecia el complejísimo mecanismo por el cual logran hacernos reír. Entendemos lo trascendente como algo sublime que refleja el pensamiento de la época, pero no somos conscientes de que nada como la farsa para describir el sentir de una sociedad. La serie Poquita fe llegó de manera humilde a las pantallas, sin bombardeo publicitario, pero se ha ido ganando nuestra risa a fuerza de hacer un retrato social que el reparto, encabezado por Esperanza Pedreño y Raúl Cimas, borda; ahora somos ya un buen batallón los que repetimos los lugares comunes de esta pareja de barrio que habita una existencia con pocas satisfacciones, entre la resignación y el amor. Lo fascinante es que los guionistas, con gran oído para las frases trilladas, han trabajado con tanto tino el viejo humorismo español, que bascula entre el costumbrismo y el absurdo, que cuando dejamos de ver la serie descubrimos atónitos que en algún momento del día estamos calcando actitudes y diálogos de Poquita fe, y es que al final todos tenemos un poco de esos pobres individuos que a falta de algo inteligente o provechoso que decir sueltan una chorrada para rellenar el vacío y la dejan ahí, flotando en el aire, con una mezcla insólita de bochorno y orgullo.

Suele ocurrir que lo que alguna vez fueron pensamientos sublimes terminan como baratijas en boca de todos, y eso es lo que acaba siendo un tesoro en manos de un humorista. Cómico es que unos personajes que no llegan a fin de mes apelen al Carpe diem y repitan el latinajo como si no tuvieran otra manera de expresar que a pesar de ser unos pringados tienen el deber de disfrutar de la vida. También recurren con frecuencia a expresiones psicológicas que han invadido nuestro discurso cotidiano, pero mientras en boca de nuestra entrañable pareja (Berta y José Ramón) provocan risa, ternura y compasión, suelen volverse irritantes cuando las escuchamos a diario en famosos de toda índole que dan la impresión de habitar en un manual de autoayuda. Lo peor del lugar común es que quien recurre a él piensa que está inventándolo en ese momento.

Así, en esta insoportable cultura del ego que nos ha tocado en suerte, escuchamos a personajes y personajillos afirmar, por ejemplo, que por fin han aprendido a quererse, que tras muchos años de darlo todo al prójimo, han comenzado una nueva fase, la de conocerse a sí mismos. También se estila el decir que por fin han conseguido, tras años de terapia, mirarse al espejo y gustarse, no como antes, que eran crueles sin motivo, y común escuchar que mientras antes se arreglaban para los demás ahora lo hacen solo por puro disfrute de su santa egolatría. Recordarán ustedes el tiempo en que se llevaba aquello de “en el fondo soy un gran tímido”, pronunciado siempre por seres de una sociabilidad extrema, bien, ahora ha sido superado por “tengo el síndrome del impostor o de la impostora”, que pronuncian con desparpajo personas que suelen ser el centro de las miradas. Al menos, por decoro, deberían dejar el dichoso síndrome para quien de verdad se ha colado en una fiesta y teme con razón ser descubierta. Hay bellezones que afirman que cuando eran pequeñas tenían complejos de feas y cuerpazos que presumen de múltiples complejos y encima tienes que admirar su resiliencia. Y como todo es subjetivo en el bobo universo de “porque yo lo valgo” hay que asumir que cualquiera tiene el derecho a ser víctima. En tiempos en los que tanta víctima real necesitaría ser escuchada o que se les prestara un tiempo de ayuda terapéutica, los hay que abaratan la palabra “trauma” y llaman así a cualquier inconveniente de la vida. Eso sí, todos dicen haberlo superado, porque solo mola el dolor que pertenece al pasado. Son como renacidos que a fuerza de mirar solo su ombligo han encontrado en él la maravilla del mundo.

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