Europa, en la frontera común
La Unión se juega sus principios fundacionales en la aplicación de políticas que solucionen la crisis migratoria
La política migratoria, o mejor dicho, la prolongada ausencia de una política migratoria común efectiva, está poniendo a prueba las costuras de la Unión Europea en un momento de llegada de migrantes y de solicitudes de asilo sin precedentes desde 2015, cuando Alemania, en una decisión histórica, abrió las puertas a un millón de personas que huían principalmente de la guerra en Siria. Ocho años han pasado sin que Europa haya sido capaz de poner en práctica una fórmula que gestione un fenómeno que, amén de ...
La política migratoria, o mejor dicho, la prolongada ausencia de una política migratoria común efectiva, está poniendo a prueba las costuras de la Unión Europea en un momento de llegada de migrantes y de solicitudes de asilo sin precedentes desde 2015, cuando Alemania, en una decisión histórica, abrió las puertas a un millón de personas que huían principalmente de la guerra en Siria. Ocho años han pasado sin que Europa haya sido capaz de poner en práctica una fórmula que gestione un fenómeno que, amén de suponer una intolerable tragedia humana, está causando tensiones internas en los Estados miembros y creando fricciones entre países vecinos. En agosto pasado, Europa llegó al pico de 56.911 migrantes en un mes, según datos de Frontex, mientras en 2022 el número máximo en un mes se documentó en 42.060 llegadas. Por otra parte, las peticiones de asilo en 2022 se aproximaron al millón, según Eurostat, un número solo superado en 2015 y 2016, en plena guerra de Siria.
La situación en algunos territorios de la Unión es cada vez más grave. Solo en la segunda semana de septiembre desembarcaron alrededor de 14.000 personas en la isla italiana de Lampedusa, de 6.000 habitantes. La reciente visita de la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, junto a la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, apenas sirvió para escenificar la paralizante discrepancia estratégica ante una cuestión más que urgente que afecta a los derechos humanos. Mientras Meloni, en una propuesta retórica imposible de realizar, reclamaba que se impida a los migrantes salir de los países de origen, Von der Leyen anunció un nuevo plan sin mayores novedades respecto a lo tradicionalmente repetido desde Bruselas: mecanismos de solidaridad y actualización de las leyes. Lampedusa no es el único ejemplo. El Gobierno canario advierte con insistencia del incremento desde hace un mes de la llegada de cayucos y pateras. Hasta el 14 de septiembre habían desembarcado en las islas 14.359 personas, más del triple que en el mismo periodo del año pasado. Al otro extremo del sur de la Unión, la isla griega de Lesbos sigue recibiendo 1.300 inmigrantes al mes mientras el funcionamiento de sus campos de refugiados genera críticas respecto a su adecuación al régimen de derechos y libertades de la UE. Mientras los números demuestran que el problema de la gestión de las llegadas se va agravando, los Estados miembros se enfangan en diatribas bilaterales —Alemania pidió ayer explicaciones a Polonia por la venta masiva de visados a inmigrantes en situación irregular mientras Varsovia acusó a Berlín de interferir en su campaña electoral— o niegan de partida la necesidad de una gestión común. Es el caso de la propia Polonia y de Hungría con el consiguiente estancamiento de la normativa comunitaria que reforma el asilo.
El derecho a la movilidad de los seres humanos y el derecho al asilo precisan de una gestión racional y realista que impida además que la ultraderecha explote el fenómeno con demagógica eficacia mientras oculta la realidad: por un lado, Europa no puede ser cómplice de un drama humano que no deja de crecer, por otro la evidencia demográfica europea indica que necesitamos su llegada tanto como los migrantes un lugar donde desarrollar una vida. No se trata solo de la gestión del flujo, algo decisivo a corto plazo para los países del sur y que apela a toda la Unión, sino de cómo se ve la UE a sí misma y de si realmente está dispuesta a poner los medios necesarios, con el coste que implica, para que sus principios fundacionales de libertades y derechos sean una realidad y no una mera declaración.