Constitución menguante
De haber estado sobre la mesa, la amnistía hubiera ocupado un lugar excepcional en la pasada campaña electoral. Ahora se plantea un problema legal que va mucho más allá de la propia cuestión que se discute
Una vez más, la presente coyuntura política obliga a una reflexión sobre el devenir de nuestra Constitución. Estamos al borde de los nueve lustros de aquel 6 de diciembre y desgraciadamente seguimos enredados con una Constitución que no acabamos de dar por supuesta. Felices los pueblos que no se ven obligados a atormentarse a diario con su Constitución. En esta ocasión, la pregunta de partida es, ¿por qué será que ...
Una vez más, la presente coyuntura política obliga a una reflexión sobre el devenir de nuestra Constitución. Estamos al borde de los nueve lustros de aquel 6 de diciembre y desgraciadamente seguimos enredados con una Constitución que no acabamos de dar por supuesta. Felices los pueblos que no se ven obligados a atormentarse a diario con su Constitución. En esta ocasión, la pregunta de partida es, ¿por qué será que declaraciones del tipo “la Constitución es el límite”, antes que tranquilidad, producen inquietud?
Así formulada, la pregunta admite varios niveles de respuesta. En el más inmediato, la alarma vendría causada por la noción que esas declaraciones transmiten de la Constitución como el alfa y omega de nuestra convivencia, de modo que a partir de ahí cualquier cosa sería políticamente legítima. Si esa fuera la idea, la inquietud estaría ciertamente justificada. Pues resulta obligado recordar que la Constitución es solo la premisa de nuestra de nuestra convivencia, siendo a partir de ella como la política verdaderamente empieza, la cual sin embargo, y como se viene advirtiendo, no ha de enjuiciarse en los solos y exclusivos términos de la referida constitucionalidad.
Hay sin embargo un segundo nivel de respuesta, que en este momento adquiere mayor relieve. Pues la alarma puede venir también a propósito de la Constitución misma, es decir, a partir de lo que puedan estar entendiendo por tal quienes hacen unas proclamaciones que suenan a “el cielo es el límite”. O que, a base de imaginarla como una simple sucesión de voces inconexas, cada una de ellas más o menos manejable en términos jurídicos, acabemos con una Constitución amputada de lo que primero que nada importa.
Ahora la palabra, por supuesto, es amnistía, amnistía “política” habría que precisar, que es todo menos una amnistía sin más. Pero, antes que lanzarse a comprobar el modo como la Constitución específicamente emplea, o no emplea, la palabra, importa comenzar teniendo presente el significado constitucional de la decisión política que ella misma comporta. En particular teniendo en cuenta que sobre esto reina excepcionalmente el consenso, a saber, en que, tal como se presenta, esta amnistía supone una decisión de la máxima trascendencia. Lo atestigua tanto la que se atribuye a los excepcionales bienes prometidos por unos, poco menos que el comienzo del fin del problema territorial de España, como la atribuida a los males vaticinados por otros, el dinamitado de la Constitución tal como hoy la conocemos. En estos términos, ¿quién y de qué manera estaría eventualmente legitimado para adoptar esta decisión o, llevando las cosas al extremo, para no adoptarla?
Una Constitución democrática puede extenderse más o menos en los valores que pretende garantizar, tales como la dignidad, la igualdad o la solidaridad, derechos fundamentales en todo caso incluidos. Sobre esa extensión en los llamados contenidos materiales de una Constitución democrática hay bastante debate, dentro y fuera de nuestras fronteras. Pero en la Constitución de un país libre hay un contenido que no se discute: el que ordena la forma y autenticidad a la misma democracia, dicho sencillamente, el que tiene por objeto el proceso de conformación de la soberanía popular. Tal es la aludida premisa. Porque de la autenticidad de ese proceso deriva el poder político toda su legitimidad.
En nuestro caso, como en tantos otros, la Constitución opta por el modelo de proceso democrático basado en la representación política. Es un modelo más sofisticado que el de la democracia directa, pero al mismo tiempo con innegables ventajas de tipo vario. Con todo, no deja de ser un artificio construido con el auxilio de una serie de convenciones destinadas a evitar que ese artificio se convierta en ficción. Son convenciones que, por su mismo carácter, son complicadas de poner por escrito en una Constitución. Pero no por eso son menos cruciales para la preservación del proceso democrático. Es así como la primera de las convenciones que acompaña a la representación política es la de que, salvo circunstancias excepcionales sobrevenidas, habrá una correspondencia esencial entre el proyecto político con el que se concurre a las urnas y el uso que la ciudadana ya electa, o el ciudadano ya electo, hará del inmenso fondo de poder que se le otorga. Pues apenas hace falta decir que en un régimen constitucional los legisladores legítimamente constituidos tienen un poder cuasi omnímodo, en el sentido de un poder que solo se detiene ante las decisivas, pero al fin puntuales, cautelas de orden material que en su día el constituyente diseñara.
Dicho coloquialmente, la representación política no va de toma el escaño y corre, y dentro de cuatro años volvemos a vernos las caras. No es tampoco un voto a un líder carismático en el que se deposita una confianza ciega. La representación política solo se sostiene si funciona con un mínimo de racionalidad, la cual salta por los aires si las elegidas y los elegidos rompen, y más aún si lo hacen arbitrariamente, el normal proceso de formación de la voluntad popular. En último término, es una cuestión de seguridad jurídica elevada a su dimensión más alta.
A nadie se le oculta que una decisión de este calibre, de haber estado sobre la mesa, hubiera ocupado un lugar de excepción en la pasada campaña electoral. Esto es lo que hubiera permitido un debate público en profundidad sobre una cuestión de la trascendencia que en este momento todas las fuerzas políticas hemos visto que le otorgan. Esto hubiera permitido debatir tanto sobre los beneficios, los inmediatos y los eventuales, como sobre los males, los ciertos y los presumibles, de una amnistía política como la que nos ocupa. Hacia el futuro, y bajo una u otra forma, aquí subyace un debate pendiente.
Pero nada de lo anterior ha habido. Y no lo ha habido porque, salvando lógicamente al independentismo, nadie ha llevado esta cuestión a la letra de su programa, sea la grande o la chica, ni por lo mismo a la palestra pública. Si algo ha habido por quienes ahora, de modo digamos absolutamente coyuntural, pasan a no descartarla, ha sido distanciamiento, si no rechazo.
A este último respecto importa mucho hacer constar que el problema constitucional que aquí se considera va más allá del supuesto específico que hoy se plantea. Hoy puede ser el de una amnistía política, pero no se olvide que mañana puede ser igual el de, por imaginar algo, una reforma electoral dirigida a bloquear la presencia de los partidos nacionalistas en el Congreso de los Diputados: todo en función de las exigencias de la aritmética política.
En cualquier caso es claro que la aludida dificultad de principio de una amnistía política en el actual contexto no agota la problemática constitucional de la cuestión. No se oculta que aun sería necesario ocuparse de lo que la Constitución propiamente declare o silencie al respecto, notablemente en el contexto de la potestad punitiva del Estado. A este nivel se asiste a un importante debate que evidentemente no ha sido el objeto de estas líneas. Lo primordial a retener es que en las presentes circunstancias, y por lo que he procurado con mayor o menor acierto exponer, las actuales Cortes Generales carecen de legitimidad para promulgar una amnistía política. A espaldas del pueblo.