Columna

La virtud de Urkullu

Muchas de las medidas de la propuesta del lehendakari son concretas y susceptibles de consenso amplio

El lehendakari, Iñigo Urkullu, el sábado en San Sebastián.Javier Herández

La virtud de Íñigo Urkullu (EL PAÍS, 31 de agosto) es que replantea la cuestión territorial desde el nacionalismo periférico como un pacto para repensar su inclusión, y no para la escisión. Y sin ninguna condición férrea inmediata o cortoplacista, desde ya (referéndum, amnistía). Entiende así lo que otros olvidan: ...

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La virtud de Íñigo Urkullu (EL PAÍS, 31 de agosto) es que replantea la cuestión territorial desde el nacionalismo periférico como un pacto para repensar su inclusión, y no para la escisión. Y sin ninguna condición férrea inmediata o cortoplacista, desde ya (referéndum, amnistía). Entiende así lo que otros olvidan: facilitar una legislatura progresista que evapore el fantasma ultraderechista —presencial, o por delegación o contagio— no es solo tarea de la izquierda, sino interés existencial de los nacionalismos democráticos.

La propuesta se plantea formalmente como un plan para España, no solo para Euskadi. Algo también oportuno: ahora se discute, sobre todo, cómo deba ser el futuro del conjunto.

El lehendakari apuesta por una “reinterpretación” de la Constitución “sin necesidad de [su] modificación previa”. Enfoque adecuado, pues el partido de la derecha, cuyo concurso será insoslayable en una reforma integral, necesita tiempo de digestión en los grandes cambios: ocurrió con el divorcio y el aborto.

Nada impide una convención, convenio, o diálogo que explore el cambio, si desemboca en el Congreso. Puede concebirse una Ley Orgánica de Profundización del Proceso Autonómico. Nada obstaculizó aprobar en él su inversa, la LOAPA armonizadora de 1983. Pero como su contenido restringía la autonomía, el Tribunal Constitucional la invalidó. Por su materialidad. No por su proceso. Ni por pretender una reforma.

Muchas de las medidas del texto de Urkullu son concretas y susceptibles de consenso amplio: “el cumplimiento íntegro” de los Estatutos, sin “invasión de competencias”; el Senado federal; el acceso autonómico al poder judicial y al Constitucional; la “plurinacionalidad” (aunque cohabitan distintas acepciones de ella); la “bilateralidad” (ya existente, pero sin eliminar la multilateralidad que se le superpone); la necesidad de un “sistema de garantías” (que debe ser mutuo: se llama lealtad federal)...

Para cotejar, rastreen algunos documentos añejos de empaque: Criteris per a un desenvolupament institucional, una propuesta a la Generalitat de “relectura” constitucional (Institut d’Estudis Autonòmics, 1999); Un nuevo pacto territorial, la España de todos (Declaración de Granada del PSOE, 2013); e incluso Administración única, de Manuel Fraga (Planeta, 1993).

Otra cosa es que esas ideas se envuelvan en un caparazón confederal de “derechos históricos”, “concierto económico”, “bilateralidad efectiva” a secas, y que reduzcan su foco a las “nacionalidades históricas”. Ensoñación, al cabo, pues todas las confederaciones iniciales, de EE UU a Suiza, abocan al federalismo.

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