Los santos del Greco y los músicos de Picasso
En el Prado dialogan las obras del maestro antiguo y el moderno e iluminan este tiempo de incertidumbres con la discreta serenidad de sus retratos
Hay algo muy poco habitual que se está produciendo ahora mismo en Madrid, concretamente en la sala 9B del Museo del Prado. Es como si se entrara en una burbuja donde se está produciendo el inverosímil encuentro entre dos artistas que vivieron en siglos muy distintos. Uno de ellos es Pablo Picasso, a quien este año se lo recuerda 50 años después de su m...
Hay algo muy poco habitual que se está produciendo ahora mismo en Madrid, concretamente en la sala 9B del Museo del Prado. Es como si se entrara en una burbuja donde se está produciendo el inverosímil encuentro entre dos artistas que vivieron en siglos muy distintos. Uno de ellos es Pablo Picasso, a quien este año se lo recuerda 50 años después de su muerte, y que encarna como nadie la idea vertiginosa del cambio, la marca del artista moderno, capaz de reinventarse constantemente, de mudar de piel, de tirarlo todo abajo y empezar de nuevo una y mil veces. Lo curioso es que este titán prodigioso aparece esta vez en el Prado en su condición de aprendiz y que, en vez de resultar apabullante con la exhibición de sus inagotables recursos, la impresión que produce es la de simplemente estar escuchando con extrema atención, aprendiendo, tomando nota. El otro es el Greco, un cretense que se instaló en Toledo en 1577. Había empezado en su tierra pintando iconos bizantinos y con 26 años se fue a Venecia y después a Roma para empaparse de lo que hacían esos artistas a los que, mucho después, se los vinculó al Renacimiento.
Francisco Calvo Serraller, que dirigió el Prado y que estuvo tan próximo a este periódico como su crítico de arte y asesor en todo tipo de materias —su magisterio llegó también a las cuestiones humanas, las que importan de verdad— escribió en Los géneros de la pintura (Taurus) que el Greco “fue el primer cartógrafo de los rostros o cabezas españoles”, y le atribuye un papel decisivo en la definición de la identidad del retrato en este país.
Construir esa particular burbuja en la que ahora mismo Picasso y el Greco se encuentran fue una de las ideas que Paco Calvo puso en marcha antes de morir junto a Carmen Giménez, que fue directora del Museo Picasso de Málaga y que ha sido la que finalmente concluyó el proyecto. El año pasado, en el Kunstmuseum de Basilea, se reunieron 80 pinturas de ambos artistas y se mostraron por parejas, y el maestro moderno y el maestro antiguo dialogaron sobre sus respetivas maneras de trabajar y de ver el mundo. Al Prado han llegado solo cuatro parejas, y las piezas de Picasso son de su época cubista.
El Greco vino de otra parte para instalarse en España, a Picasso le tocó irse e hizo fuera la mayor parte de su obra. En los retratos del primero palpitan la entereza, la hondura y una cierta gravedad de los hombres de su tiempo y, aunque pinte santos, reflejan una atmósfera donde procuraron pillar las riendas de su destino: san Juan tiene en una copa a un dragón, san Bartolomé lleva un cuchillo y tiene encadenado a un demonio, san Simón lee un enorme libro. Los músicos de Picasso —el acordeonista, el clarinetista y el que toca la mandolina— están descompuestos en fragmentos y son irreconocibles, como desordenados y trasquilados por el furor de su época, pero transmiten también una extraña calma en medio de las sacudidas. En una de las paredes de la sala 9B están esas tres parejas —hay todavía una cuarta más— y es un acontecimiento único tenerlas ahí delante, como una ráfaga que iluminara estos momentos inquietantes en los que no parece haber ni brújula ni destino. ¿Cómo pintarían a las gentes de hoy el maestro antiguo y el moderno? ¿Seguirían tocándolas con esa discreta serenidad y ese aplomo?