Columna

El puente

Si uno —pequeño burgués con necesidades materiales bastante cubiertas— necesita algo tiene dos opciones: dejar de necesitarlo o hacerlo existir

Puente de la Mujer, en Buenos Aires.AGUSTIN MARCARIAN (Reuters)

Tengo tres circuitos para correr en Buenos Aires. Uno, el tradicional, pasa por una zona de talleres mecánicos. Otro rodea el cementerio cercano a mi casa. El último es extenso, solar, ambicioso, y sólo lo emprendo cuando estoy veloz. Todos son llanos, porque la ciudad es llana. Aunque no me gusta correr en subida, desde hace días extraño las cuestas de la Costa Brava por las que corrí en abril y mayo, cuando estuve allí en una residencia literaria. Necesito ese esfuerzo tirano. El cuerpo pide cosas que no sabe cómo conseguir y quiero dárselas, pero no sé cómo. Hoy, mientras corría, recordé qu...

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Tengo tres circuitos para correr en Buenos Aires. Uno, el tradicional, pasa por una zona de talleres mecánicos. Otro rodea el cementerio cercano a mi casa. El último es extenso, solar, ambicioso, y sólo lo emprendo cuando estoy veloz. Todos son llanos, porque la ciudad es llana. Aunque no me gusta correr en subida, desde hace días extraño las cuestas de la Costa Brava por las que corrí en abril y mayo, cuando estuve allí en una residencia literaria. Necesito ese esfuerzo tirano. El cuerpo pide cosas que no sabe cómo conseguir y quiero dárselas, pero no sé cómo. Hoy, mientras corría, recordé que cuando era niña quise tener un bigotito fino y retorcido en los extremos. Le pedí a mis madre uno postizo y me dijo que no, entonces me lo dibujé con marcador. Tuvieron que quitarme la marca con un líquido fuerte y, aún así, no salió del todo. Por la misma época se me antojó un parche de pirata. Mi madre dijo que no: usarlo podía afectarme la visión. Mi abuela paterna me ayudó a confeccionar uno con un trozo de tela y un elástico. Lo usé apenas un rato porque choqué contra un árbol, contra una puerta y me caí por la escalera que llevaba a la terraza. Pero tuve mi bigote, tuve mi parche: inventé lo que no había. Hoy, con el cuerpo clamando por cuestas que no existen, pensé: “El puente”. A cuatro kilómetros de mi casa hay un puente sobre la avenida San Martín. Tiene un sendero peatonal ínfimo, desaconsejable, que trepa hasta la cima. Aceleré el paso para llegar rápido. Verlo fue como ver el Partenón. Algo se me alzó dentro del pecho. Trepé, bajé, volví a trepar, trepé de nuevo. Sólo me detuve cuando las piernas me temblaban. Emprendí el regreso pensando que si uno —pequeño burgués con necesidades materiales bastante cubiertas— necesita algo tiene dos opciones: dejar de necesitarlo o hacerlo existir. La primera es la mejor. También la más difícil. Por eso me inventé un puente. Me los invento a cada rato.

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