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Hemos abandonado la educación cívica en manos de las tertulias. La ciudadanía tiene razones para sentir que las decisiones políticas están fuera de nuestro alcance

Hemiciclo del Congreso de los Diputados.Uly Martin

Hace poco un amigo muy querido me preguntó si yo voy a votar. “Por primera vez estoy pensando en no hacerlo —me explica—, no me siento cómodo votando a X y en mi comunidad no hay otro partido de izquierdas”. La pregunta me deja sorprendida. Es un empresario de éxito, su padre fue candidato al Senado y tiene ese conjunto de cualidades raras y exactas que caracterizan a los buenos l...

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Hace poco un amigo muy querido me preguntó si yo voy a votar. “Por primera vez estoy pensando en no hacerlo —me explica—, no me siento cómodo votando a X y en mi comunidad no hay otro partido de izquierdas”. La pregunta me deja sorprendida. Es un empresario de éxito, su padre fue candidato al Senado y tiene ese conjunto de cualidades raras y exactas que caracterizan a los buenos líderes. Todos pensamos secretamente que algún día liderará una revolución. Varios conocidos han expresado sentimientos parecidos. Leo que este nihilismo es propio de aquellos que creen que votar es su única oportunidad de participar en la vida pública.

Estamos peligrosamente desconectados de la vida civil. Hay razones numerosas para que sea así. Nos hemos separado de nuestras comunidades para vivir en espacios diseñados para mantenernos aislados del entorno. Hemos perdido la mayor parte de la infraestructura social. Hemos cerrado balcones para ampliar la vivienda, hemos cerrado los patios para poner ascensor. Trabajamos, consumimos y dormimos en ciudades que priorizan el consumo y la eficiencia sobre la experiencia compartida en espacios no comerciales para personas diversas. Las plazas donde antes se sentaban las señoras a ver pasar gente o se jugaba a la petanca son ahora espacios para coches y terrazas. Hasta los espacios íntimos de sociabilidad han sido reemplazados por Instagram, WhatsApp, Netflix y Tinder. El ciudadano vive agobiado, aislado y sobreestimulado no da problemas al patrón.

Hemos abandonado la educación cívica en manos de las tertulias. No hay programas que expliquen el funcionamiento del sistema político y las vías reales de participación. La ciudadanía tiene razones para sentir que las decisiones políticas están fuera de nuestro alcance. Los políticos son las nuevas estrellas del corazón: aliens que viven en un universo paralelo a los que sólo se puede defender o criticar, seguir o bloquear, como Elon Musk o Justin Bieber.

Siempre he sabido que los derechos civiles son aquellos que garantizan nuestra participación en la vida pública. El derecho a participar en una asociación de vecinos o en un sindicato, a ser voluntario en una organización. Colaborar con partidos políticos para mejorar sus programas, manifestarte, ayudar a refugiados, cantar en un coro, plantar un huerto comunal, intercambiar ropa, libros y juguetes, compartir un taladro o una escalera o una hora de tu tiempo. Empiezo a darme cuenta de que, sin la participación en la vida pública, nuestros derechos civiles se debilitan porque dejamos de creer en ellos. Descolgarnos de la vida cívica los ha puesto en recesión.

“Creo que el futuro está en los colectivos que colaboren a través de fórmulas como los bancos del tiempo o las monedas sociales —me dice mi amigo más tarde—, y tendrán mucho impacto en el bienestar de los grupos pequeños. Que serán muchos y cambiarán la forma en que nos relacionamos. Y que los partidos perderán importancia para la gente”. Espero que tenga razón y que suceda pronto, porque ser parte de colectivos locales capaces de tener mucho impacto en el bienestar de los demás es lo que da sentido a votar. Curiosamente, dicen los neurobiólogos, los antropólogos, los psicólogos y los sociólogos que formar parte activa de nuestras comunidades locales es también la única cosa que nos hace verdaderamente felices.

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