Leer de a dos
Imagino que el amor, cualquier amor, es eso. Una navegación en solitario con un punto en común, cada tanto
El otro día, en una cena, un amigo me dijo que había pasado horas leyendo en silencio junto a su compañera y que esa situación lo había enamorado más que cualquier otra cosa que hubieran hecho juntos. Mi padre y yo leíamos así. Los dos sentados en el living, cada uno con su libro. Yo nunca interrumpía pero él a veces sí, para decir: “Escuchá esto” o “este libro me recuerda a tal otro”. Ese breve momento, su manera de levantar la vista y decirme “escuchá”, nos hacía converger en...
El otro día, en una cena, un amigo me dijo que había pasado horas leyendo en silencio junto a su compañera y que esa situación lo había enamorado más que cualquier otra cosa que hubieran hecho juntos. Mi padre y yo leíamos así. Los dos sentados en el living, cada uno con su libro. Yo nunca interrumpía pero él a veces sí, para decir: “Escuchá esto” o “este libro me recuerda a tal otro”. Ese breve momento, su manera de levantar la vista y decirme “escuchá”, nos hacía converger en un espacio que no era ni suyo ni mío sino de los dos. Un momento pasajero, cromado de generosidad, de siembra. Me gustaba esa navegación profunda, todo el amor bullendo entre los dos sin complicaciones, dos vidas distintas que se acompañan como pueden. Imagino que el amor, cualquier amor, es eso. Una navegación en solitario con un punto en común, cada tanto. La ilusión de compañía que, al final, es compañía. Cuando se cansaba de leer, mi padre decía: “Bueno, vamos a hacer cosas”. Todo lo que hacíamos después —carpir, regar el césped— lo hacíamos bruñidos por nuestro silencio secreto, nuestra necesidad de estar juntos, nuestra querida desesperación. El mundo era una materia que habíamos domado, un animal tierno y mentiroso que nos susurraba que todo lo que imaginábamos, todo lo que los libros habían encendido en nosotros, sería posible. En parte lo fue. Algunos sueños se cumplieron. Otros se deshicieron solos. En mi caso, los que después supe que nunca había querido. En el caso de mi padre, no. Muchos de sus sueños quedaron crudos, sin terminar. No hablamos nunca de eso. Me mira vivir. Dice que le basta. Yo insisto en mi intento torpe de contagiarle el fulgor, la irreverencia, el deseo, todo lo que me inoculó en dosis masivas. Es imposible —porque nadie salva a nadie, porque todos nos salvamos solos— pero seguiré intentando. Hasta que la realidad se imponga. Hasta la derrota final. Y aún después.