Tribuna

No ha sido el último asalto del pulso entre Prigozhin y Putin

El autócrata ruso ha salido perdedor del choque, y que renuncie a machacar hasta la aniquilación a quienes se han rebelado anuncia nuevas tormentas en el futuro. El Kremlin sigue necesitando a Wagner

SR. GARCÍA

No todos los días un jefe mercenario se atreve a retar a su patrón, y menos frecuente aún es que no solo salga vivo del intento, sino que lo haga en mejores condiciones que su oponente a pesar de la disparidad de fuerzas. ...

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No todos los días un jefe mercenario se atreve a retar a su patrón, y menos frecuente aún es que no solo salga vivo del intento, sino que lo haga en mejores condiciones que su oponente a pesar de la disparidad de fuerzas. Lo que el líder del grupo Wagner, Yevgueni Prigozhin, se ha atrevido a hacer es, básicamente, el resultado de una creciente animadversión contra el tándem de Serguéi Shoigú (ministro de Defensa) y Valeri Guerásimov (jefe del Estado Mayor de la Defensa y comandante en jefe de las fuerzas desplegadas en Ucrania), mezclada con sueños políticos y sentido de la propiedad de un artefacto tan relevante como el grupo Wagner.

Sin agotar la lista de motivaciones que pueda haber detrás de lo que en primera instancia no cabría calificar de golpe de Estado, sino de un choque entre rivales por los favores de Vladímir Putin, lo ocurrido en estos pasados tres días se entiende mejor si se considera que, por iniciativa de Shoigú, a partir del próximo 1 de julio todos los “voluntarios” encuadrados en grupos armados deben comprometerse explícitamente a subordinarse a la autoridad del ministerio de Defensa. Para Prigozhin, eso supondría la pérdida de su principal instrumento de poder, tanto militar como político y crematístico; algo radicalmente inaceptable para quien se autoproclama el mejor representante del patriotismo ruso y (hasta ahora) el más fiel aliado de Putin.

Por eso, tras reiteradas críticas al mencionado dúo por lo que consideraba una ineptitud manifiesta en la dirección de la guerra y una clamorosa desatención a sus peticiones de munición y apoyo militar, rematadas con la denuncia de haber sufrido un ataque con misiles por parte de tropas rusas, decidió mover sus peones. Desde una perspectiva militar, lo ocurrido hasta que Prigozhin dio la orden a sus leales de detener el avance cuando ya estaban a unos 200 kilómetros de Moscú resulta pasmoso y muy negativo para la imagen de Putin y sus fuerzas armadas. En primer lugar, fue capaz de replegar parte de sus efectivos de la primera línea de defensa en plena ofensiva ucraniana, dejando desguarnecido el sector del frente que le correspondía. Consiguió luego entrar en territorio ruso sin encontrar oposición alguna por parte de las unidades rusas encargadas de asegurar la frontera, y tomar el control de la ciudad de Rostov del Don, sede del cuartel general de las fuerzas rusas desplegadas en el sector de Donetsk. A continuación, lanzó varias columnas de combatientes camino de Moscú (a 1.100 kilómetros al norte) por una autopista, sin que su avance fuera detenido por las fuerzas armadas rusas, dedicadas torpemente a crear algunos obstáculos improvisados en las cercanías de la capital y a desplegar medios para su defensa próxima en el marco de la operación Fortaleza, diseñada para proteger infraestructuras críticas y edificios e instalaciones gubernamentales. En definitiva, ha realizado una acción que en la que no ha empleado más de unos 5.000 efectivos y que no habría podido llevarse a cabo, por mucha que haya sido la audacia de sus promotores, sin la connivencia o pasividad de múltiples elementos de la Guardia Nacional, del Servicio federal de Seguridad (FSB) y de la población de las localidades de tránsito, a lo que se suma, una vez más, la manifiesta inoperancia de la maquinaria político-militar del Kremlin.

Putin, entretanto, se ha limitado a emitir un mensaje de condena que, tras su aparente firmeza (la apertura de una causa penal por rebelión armada contra Prigozhin), apenas ha podido esconder su pésimo manejo de la situación. Durante demasiado tiempo ha evitado tomar partido en la confrontación de sus subordinados, siguiendo el viejo manual de los dictadores al uso, creyendo que le convenía permitir y hasta alimentar la competencia entre sus principales vasallos, calculando que de ese modo garantizaba que ninguno de ellos esté en condiciones de derribarlo. Y cuando finalmente ha dado un paso, ya era demasiado tarde para reconducir un choque que lo deja muy tocado.

De ahí que una primera lectura de lo acordado, con la aparente mediación de un títere político como Aleksandr Lukashenko, no permita concluir en ningún caso que Putin sale victorioso del envite. Es evidente que, en términos militares, Wagner, sin aviación de combate y con unos efectivos implicados en la guerra en Ucrania que rondan los 50.000, de los que unos 10.000 serían altamente cualificados y el resto carne de prisión reconvertida en carne de cañón, poco podría hacer en un combate frontal contra las fuerzas armadas rusas. Pero si se llegara a ese punto, es obvio que tiene la entidad suficiente como para obligar a Moscú a tener que redesplegar tropas del frente ucranio para dedicarlas a la defensa territorial propia, lo que complicaría aún más sus planes de conquista.

Putin sale perdiendo. Políticamente, incapaz de ocultar una imagen de líder superado por sus propios demonios y obligado a olvidarse de sus amenazas de castigo. Y militarmente, dado que no tiene un sustituto inmediato para reemplazar a Wagner en las tareas que ha ido asumiendo en estos últimos años, no solo en Ucrania, sino también en Siria, Libia, Malí y otros países africanos. Unas tareas que, como ya nos enseñó Washington en los casos de Afganistán e Irak, difícilmente se pueden encargar a las propias fuerzas armadas, aunque solo sea porque en muchos casos implican la comisión de crímenes de guerra y violaciones del derecho internacional que ningún Estado quiere reconocer públicamente.

Lo que se deriva de esa elemental constatación sobre la utilidad de un activo como el que representa Wagner es lo que explica la necesidad de llegar a un acuerdo como el que parece apuntar el anunciado regreso de las fuerzas de Wagner a sus bases (¿a cuáles, por cierto?) y el beneplácito de Prigozhin de retirarse de la primera línea aceptando la invitación para residir en Bielorrusia. Un compromiso nebuloso que bien puede compensarle en primera instancia si a cambio logra, como parece, que los miembros de Wagner no tengan finalmente que someterse a la disciplina del Ministerio de Defensa y, sobre todo, si Shoigú y Guerásimov son defenestrados. Un paso, este último, que también le puede servir a Putin para intentar responsabilizar a otros del fiasco.

Pero nada apunta a que esto signifique el final del pulso. Putin sigue necesitando a Wagner, sea con Prigozhin al frente o con otro, ya no solo en el campo de batalla, sino también para realizar las innumerables misiones que caben en el amplio espectro de la guerra sucia y en el de la desinformación a gran escala. Por lo tanto, procurará olvidar cuanto antes lo sucedido —incluyendo la muerte de una veintena de soldados rusos a manos de Wagner en estos tres días— y reestructurar parcialmente el organigrama de Defensa. Pero quedan muchas más dudas, sin embargo, sobre lo que pueda hacer el jefe mercenario tras haber desmontado abiertamente el discurso de Putin sobre las razones de la “operación militar especial” y declarar su voluntad de liberar a Rusia de “la corrupción, las mentiras y la burocracia”. Que Putin renuncie a machacar hasta la aniquilación a quienes se han rebelado tan solo anuncia nuevas tormentas en el futuro.

Y, mientras tanto, es evidente la satisfacción de Zelenski y los suyos, sin que esto quiera decir que ahora la ofensiva vaya a resultar más fácil.

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