El corazón late mientras puede
El aborto espontáneo sigue siendo un tabú cargado de vergüenza, a pesar de que es común: lo sufre aproximadamente una de cada cuatro mujeres que se embarazan. Nombrar las cosas es una manera de disminuir el dolor
“La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede”. Con esta frase empieza el escritor noruego Karl Ove Knausgård La muerte del padre. Me gusta ese mientras puede, como si un corazón, cansado o, quizás, simplemente aburrido, pudiera decir basta, hasta aquí. Un día hay vida. Después, aparece la muerte. Dicho así, parece hasta sencillo. Y sin embargo.
Desde hace unos meses acompaño en un proceso de fecundación in vitro a un...
“La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede”. Con esta frase empieza el escritor noruego Karl Ove Knausgård La muerte del padre. Me gusta ese mientras puede, como si un corazón, cansado o, quizás, simplemente aburrido, pudiera decir basta, hasta aquí. Un día hay vida. Después, aparece la muerte. Dicho así, parece hasta sencillo. Y sin embargo.
Desde hace unos meses acompaño en un proceso de fecundación in vitro a una amiga que ha decidido ser madre soltera. Nuestra relación sucede ahora alejada de los bares de siempre —ya no vamos al Suec, que ni siquiera se llama así, tampoco a cenar a La Martina— sino que pasamos el tiempo en abarrotadas consultas, con la vista fija en el monitor para que, cuando aparezca nuestro número, saltemos raudas hacia la visita de turno. También yo memorizo nombres: folículos, ciclo natural, endometrio, transferencia —no la bancaria, aunque también aquí media una cuantiosa transferencia—, ácido fólico, progesterona, betaespera. Y cuando llega el sí, el sí estás embarazada, regresamos al bar, ahora con un ginger ale y un agua con gas. Y qué como ahora, qué tengo que hacer para que vaya bien, se pregunta, y más tarde nos deslizamos por los sucesivos controles, con la vista fija en la pantalla negrísima y en ese pequeño embrión que va creciendo. Ahora es una lenteja, en unos días será una mora, la novena semana, una uva.
Compartimos eso tan frágil y quebradizo que son las alegrías y las buenas noticias. Especialmente porque sé que ella no lo ha dicho a nadie. Por si acaso. Ni en el trabajo, ni siquiera en su entorno más próximo. Le han recomendado no decir nada hasta el tercer mes. Supongo que es por lo que dice Knausgård, por ese inquietante mientras puede aplicado al corazón de esa mora que será uva. Pero todo parece ir bien, de manera que me olvido de la frase y un día, la sexta semana, escuchamos un latido. Un latido de una semilla, de un arándano, de… ¿qué fruta es ahora? La que sea. Lo importante es que son 122 pulsaciones de latido fetal. Y aquel día, después del latido, nos envalentonamos con los nombres porque sabemos que nombrar es existir y ahora que ya tiene latido bien merece un nombre.
La gincana de citas y pinchazos de progesterona sigue y un día, a través de la pantalla oscura vemos cómo el embrión ha crecido el doble, pero la doctora nos dice que no se escucha el latido. Preocupada, ella intenta quitarle hierro. Es que a veces estos cacharros se estropean, y nos manda a un obstetra que, antes de nada, nos sonríe amablemente, no sufráis que a veces pasa, que no se escucha, que esos cacharros tendrían que renovarlos ya… pero, mientras mueve el ecógrafo, ese latido que nos llevó a pensar en el nombre —ni Blas ni Bárbara, le dije— no se escucha. Esa máquina que ya no puede equivocarse proyecta, en una pantalla que cuelga de la pared, el útero. La oscuridad está salpicada de pequeñas luces —la vida—, como si fueran las de un árbol de Navidad, pero hay una zona que queda en la más completa negritud y ahí está el embrión. Y solo necesitamos que el médico diga la primera palabra malauradament para comprender. Compungido, empieza a hablar: pasa mucho, lo que ocurre es que no se dice. Que no se habla. Cuando salimos de la consulta, murmura: la próxima vez saldrá bien, ya veréis. Y a mí me dan ganas de responderle: o no. Pero me quedo callada.
Después, claro, viene el legrado, el dolor, las pérdidas. Pero sobre todo viene el silencio porque a quién se lo vas a contar si no contaste nada de lo anterior. Y además, quizás, si finalmente lo explicas, te dirán eso: que el cuerpo es sabio y que esta vez no tenía que ser y así aparecerán todos esos pitonisos que, bola en mano, pronosticarán que la siguiente sí será la buena.
A pesar de lo común de este dolor, la conversación sobre el aborto espontáneo sigue siendo tabú y está cargada de una vergüenza injustificada. Una de cada cuatro mujeres aproximadamente ha sufrido un aborto espontáneo y el 85% de ellos ocurren durante el primer trimestre, antes de que la mayoría anuncie públicamente su embarazo. Por eso, la pena se suele atravesar en soledad. Si un manto de silencio rodea el aborto espontáneo, ya no digamos el voluntario. Y también la menopausia, la muerte perinatal, la endometriosis o la infertilidad, de manera que termino pensando que cualquier proceso de la sexualidad femenina sigue rodeado —¡en 2023!— de una bruma, de un pasar de puntillas que nos permite mencionarlo, pero de ningún modo profundizar en ello.
“Lo terrible es el borde, no el abismo”, contaba Piedad Bonnett. Lo pensaba estos días en que hemos vuelto a los bares, a cenar a La Martina. En este caso, lo verdaderamente terrible es el silencio. Nombrar las cosas es una manera de disminuir el dolor. Atreverse a nombrar es, sobre todo, dejar de estar sola.