En el barullo de la campaña
No es fácil sortear estos días el ruido y la palabrería, pero sí es posible volver a poner atención en la cosa pública
Es difícil que en una democracia se cumplan estrictamente los procedimientos que le dan sentido. Unas elecciones deberían servir para discutir cómo van las cosas, dónde están los problemas, qué se ofrece para resolverlos, qué proyectos de futuro se presentan, de qué recursos se dispone, cómo utilizarlos mejor. La hipótesis es que habrá ...
Es difícil que en una democracia se cumplan estrictamente los procedimientos que le dan sentido. Unas elecciones deberían servir para discutir cómo van las cosas, dónde están los problemas, qué se ofrece para resolverlos, qué proyectos de futuro se presentan, de qué recursos se dispone, cómo utilizarlos mejor. La hipótesis es que habrá una pluralidad de propuestas, y que se producirán distintos debates, y que la ciudadanía se irá haciendo cargo de los planes de unos y otros y finalmente decidirá su voto. Con frecuencia se escucha estos días, sin embargo, el lamento de que los partidos no tratan las cuestiones concretas, que no se discute qué hacer, que la vaina va por otro lado. Es cierto. Y es que la idea de que se reúnan unos cuantos políticos para mostrar abiertamente sus ideas y confrontarlas con las de sus adversarios, dando sus argumentos y escuchando los de los otros, todo eso igual podría suceder —y ni siquiera— en una comunidad de vecinos, donde resulta más fácil conocer los desperfectos que preocupan y las maneras distintas de afrontarlos y resolverlos.
No es el caso. En una democracia de masas, en la que los partidos tienen que reclamar el voto de ciudadanos muy diferentes y que, muchas veces, están lejos de los políticos —física, pero también emocional y mentalmente—, desconectados y en sus cosas, el desafío es intentar movilizarlos como sea con mensajes sencillos, rotundos, que toquen alguna fibra recóndita que los empuje finalmente a pronunciarse. Así que toca chillar muy fuerte y acertar con la fórmula más idónea. Las encuestas seguramente se inventaron para tantear cómo está el patio, por dónde circulan las opiniones o las simpatías o los cabreos o las manías o las modas o las esperanzas. Las hay de todo tipo, cada cual procurando ser la más científica y rigurosa, y luego se estrellan con demasiada frecuencia. Ha vuelto a ocurrir ahora en las elecciones de Turquía: la oposición iba por delante, y quedó por atrás.
Las democracias están pasando una mala época. Se retuercen sus reglas de juego, se distorsionan sus usos y costumbres, se dinamita la separación de poderes, se silencia a las minorías, en algunos sitios se manipulan los recuentos, en otros se asaltan las instituciones cuando el resultado les disgusta a los que han perdido. Pero esos no son problemas de la democracia sino de los políticos que las utilizan en su provecho y de una parte de los ciudadanos que no solo deja hacer sino que contribuye con entusiasmo al deterioro del sistema.
Hay mucho de teatro en las elecciones de una democracia de masas, en el buen sentido de la palabra (y en el malo), y ya que no es fácil que todos concurran a la disputa en iguales condiciones, ni se consigue batallar con determinados problemas que siempre se escurren, ni va a haber fuerza suficiente para frenar los intereses de muchos poderosos, ni sortear el ruido y la palabrería, lo que sí es posible es volver a poner atención estos días en la cosa pública. Y procurar representar el papel que a cada uno le toca con dignidad. Los votantes son, al fin y al cabo, los protagonistas. Así que respiren hondo y no se precipiten antes de salir al escenario, y otras dos recomendaciones más: no se rasguen todo el rato las vestiduras y procuren tomar distancias para escuchar al resto de los personajes. Esa es, al fin y al cabo, la mejor manera de actuar con criterio.