La exhumación del ‘Ausente’

El traslado de los restos mortales de Primo de Rivera al cementerio de San Isidro da cumplimiento a la ley de memoria

Los restos del fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera, abandonaban el lunes la basílica del Valle de Cuelgamuros.Javier Lizon Javier Lizon (EFE)

La exhumación el lunes de los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera, tras el rechazo de la familia a trasladarlos de lugar en el interior de la misma basílica, da cumplimiento a lo dispuesto en la Ley de Memoria Democrática, 120 años después de su nacimiento un 24 de abril. España sigue así la senda recomendada por la conciencia democrática y por los expertos en gestió...

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La exhumación el lunes de los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera, tras el rechazo de la familia a trasladarlos de lugar en el interior de la misma basílica, da cumplimiento a lo dispuesto en la Ley de Memoria Democrática, 120 años después de su nacimiento un 24 de abril. España sigue así la senda recomendada por la conciencia democrática y por los expertos en gestión del pasado y memoria colectiva con el objetivo —como en el resto de países europeos— de excluir de la vida pública la exaltación de quienes fueron ideólogos del fascismo y verdugos de un sistema democrático imperfecto y débil, como lo fue la Segunda República entre 1931 y 1936. Esa hija frágil del progresismo liberal y democrático español vivió entre dos pesadillas: la dictadura del general Miguel Primo de Rivera tras su golpe de Estado de 1923 (este año se cumple un siglo) y la conspiración para terminar con ella empezada con otro golpe de Estado, el del 17 y 18 de julio de 1936, alentado por gran parte de los poderes financieros, la inmensa mayoría de la jerarquía eclesiástica, una buena parte del ejército… y un pequeño partido fascista fundado apenas tres años atrás por el hijo mayor del dictador, José Antonio. Como inspirador de Falange Española, dotó de discurso y parafernalia ideológica al Movimiento encabezado por Franco tras la victoria en la Guerra Civil, cuando José Antonio Primo de Rivera había sido ya fusilado en la cárcel de Alicante en noviembre de 1936.

El derecho a la nostalgia individual no está perseguido por la Ley de Memoria Democrática: está perseguida la exaltación de valores políticos e instituciones que alentaron y legitimaron un golpe de Estado y la dictadura franquista que José Antonio ya no conoció. Su idealizada mitificación durante los 40 años del régimen puede explicar la pervivencia en sectores residuales de la ultraderecha española de una lealtad emocional que es parte de sus vidas, la inmensa mayor parte de ellas transcurridas sin él (el Ausente por antonomasia en la propaganda franquista), pero sí con su omnipresencia simbólica e icónica. Hoy esas escuadrillas familiares de nostálgicos son exiguos y solo pueden corear eslóganes predemocráticos o exhibir su indignación por el cumplimiento ordinario de una ley aprobada en el Congreso de los Diputados.

La reciente despolitización y desfranquistización del Valle de los Caídos —concebido por Franco al filo de la misma guerra, construido por presos republicanos como mano de obra esclavizada e inaugurado en 1959— empezó por su cambio de nombre. Hoy Valle de Cuelgamuros es su denominación oficial, y el proceso ha seguido con las exhumaciones de Franco y el fundador de Falange. Cuando se trasladaron los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante a El Escorial, en 1939, se hizo con una espectacular escenografía de inspiración nazi —con antorchas y relevos del féretro a hombros de falangistas—. De aquella remota vocación totalitaria ya no queda más que el rastro de coches fúnebres discretamente encaminados hacia el cementerio de San Isidro. No hay razón alguna para lamentar que descansen por fin sus restos donde su familia haya decidido.

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