Dos mil kilómetros de muro europeo
Algunos partidos políticos tratan de borrar su pasado y evitan hablar de sus abuelos, que buscaron recuperar su dignidad en otros lugares. Estos “empresarios del miedo” únicamente quieren ganar elecciones
Los más de dos mil kilómetros de muros levantados en Europa contra los migrantes no han sido suficientes. Ni tampoco parecen serlo los miles de muertos en el Mediterráneo (¡no hay más que pensar en el trágico naufragio de hace unos días en Calabria, donde más de 70 migrantes perdieron la vida!). En el Consejo de Europa, muchos Estados miembros, siguiendo la estela de Viktor Orban, no dejan de exigir ulteriores barreras para proteger las fronteras nacionales de las invasiones de los “nuevos bárbaros”.
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Los más de dos mil kilómetros de muros levantados en Europa contra los migrantes no han sido suficientes. Ni tampoco parecen serlo los miles de muertos en el Mediterráneo (¡no hay más que pensar en el trágico naufragio de hace unos días en Calabria, donde más de 70 migrantes perdieron la vida!). En el Consejo de Europa, muchos Estados miembros, siguiendo la estela de Viktor Orban, no dejan de exigir ulteriores barreras para proteger las fronteras nacionales de las invasiones de los “nuevos bárbaros”.
Así, en estos tristes días, no he podido sustraerme a la relectura de un hermoso cuento de Borges titulado La muralla y los libros, en el que el escritor argentino relaciona la empresa de construir murallas con la de quemar libros: “Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones —las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado— procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó”.
Se trata de dos acciones que comparten, en efecto, la ambición de “quemar” el pasado: los kilómetros de barreras de piedra contra los presuntos “enemigos” y la quema de bibliotecas tienden inevitablemente no solo a “abolir la historia”, sino también a borrar cualquier rastro de nuestra humanidad. Al fin y al cabo, quemar libros es una metáfora que ilustra radicalmente el dramático intento de reducir a cenizas toda forma de cultura.
Es el propio Borges, sin embargo, quien nos recuerda en Otras inquisiciones que, aunque sea imposible borrar definitivamente la memoria del pasado, nunca se debe bajar la guardia: “Es decir, el propósito de abolir el pasado ya ocurrió en el pasado y —paradójicamente— es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir. El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado”.
Italo Calvino, gran admirador del escritor argentino, alude también al tema del “dentro” y del “fuera”. En su novela, El barón rampante, el protagonista, Cosimo Piovasco di Rondò, decide pasar su vida entera en la copa de los árboles, dedicándose sobre todo a construir, desde lo alto, un mundo más justo y solidario. Y es precisamente en un contexto donde se habla de masonería cuando el hermano (la voz narradora) se lo imagina irrumpiendo en una reunión secreta mientras grita una frase que repetía a menudo: “¡Si levantas un muro, piensa en lo que queda fuera!”.
Construir muros, en efecto, significa encerrar nuestra propia vida dentro de una jaula asfixiante, de un espacio delimitado, de una prisión sin ósmosis con el exterior. Significa cultivar una visión insular y miserable del ser humano y del conocimiento. Y qué terrible prisión sería un mundo sin libros y sin cultura, un mundo limitado al estrecho perímetro del propio egoísmo y de la propia ignorancia. Los muros materiales y los muros mentales se retroalimentan. Son el resultado de un peligroso desconocimiento y de terribles prejuicios (ideológicos o raciales, ¡eso importa poco!). Tienden a justificar su propia existencia con las “buenas intenciones” de protegerse del otro, del desconocido, del extranjero.
En su afán de perseguir peligrosos mitos “identitarios”, muchos partidos políticos europeos han pisado el acelerador con el objetivo de borrar su pasado: ya no se acuerdan de sus propios migrantes, abuelos y padres que se esforzaron por recuperar la dignidad perdida en otros lugares. Han fomentado de manera despiadada una guerra de los pobres (que han pagado con dureza las últimas crisis económicas y están pagando las consecuencias de la guerra de Ucrania) contra otros pobres (que huyen desesperadamente del hambre y de los conflictos religiosos con la esperanza de reconstruir un futuro en países más ricos).
El único objetivo de estos cínicos “empresarios del miedo” es ganar las elecciones. Y lo hacen asumiendo posiciones políticas enormemente contradictorias. En América y Europa, los partidos de los muros abanderan la defensa de la vida: pretenden anular las leyes sobre el aborto y, contra toda evidencia científica, consideran un óvulo recién fecundado como un ser humano. Defienden instrumentalmente a un cigoto, pero luego se encarnizan contra niños y adultos, en carne y hueso, que arriesgan su propia existencia para aspirar a una vida mejor.
Un sacerdote y escritor calabrés, Vincenzo Padula, ya les contestó con eficacia. En uno de sus artículos, publicado en 1894, exhortaba a los fieles a adorar no solo a los cristos de madera en las iglesias, sino sobre todo a los cristos de carne y hueso en las calles. Un cristianismo auténtico —defendido valientemente por el papa Francisco— muy distante del que evocan los partidos que luchan contra el aborto y contra cualquier forma de unión que no coincida con la llamada “familia natural” (padre, madre e hijos). ¿De qué sirve tanto furor religioso si, mortificando toda forma de solidaridad humana, se conculcan los sacrosantos derechos de los muchos cristos de carne y hueso que atestan nuestras dramáticas crónicas cotidianas?