‘Animalia’

El último libro que Sylvia Molloy escribió antes de morir habla de los animales que acompañaron durante toda su vida a esta creadora lúcida, trabajadora incansable de la lengua y la memoria

La escritora argentina Sylvia Molloy.Eterna Cadencia

Una amiga argentina vino a pasar año nuevo a Barcelona. Le encargué una sola cosa: el último libro que escribió Sylvia Molloy antes de morir. Se llama Animalia, y habla de los animales que la acompañaron durante su vida: desde su infancia, la obsesión por los insectos y la crianza de gusanos de seda que luego liberaría como mariposas; el tero que alimentaba su madre, quien se negaba a aceptar animales domésticos, pero luego se enamoró de un pato; hasta much...

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Una amiga argentina vino a pasar año nuevo a Barcelona. Le encargué una sola cosa: el último libro que escribió Sylvia Molloy antes de morir. Se llama Animalia, y habla de los animales que la acompañaron durante su vida: desde su infancia, la obsesión por los insectos y la crianza de gusanos de seda que luego liberaría como mariposas; el tero que alimentaba su madre, quien se negaba a aceptar animales domésticos, pero luego se enamoró de un pato; hasta mucho más tarde cuando ya vivía sola o más tarde aún, cuando eligió mudarse en pareja a Long Island, Nueva York, para crear su propio refugio con un corralón para las gallinas y los pollos y un montón de otros perros y gatos —y visitas de serpientes, por qué no—; un refugio animal que abonó hasta sus últimos días.

Animalia es un libro precioso que leo y recomiendo, como cada texto de Molloy, escritora lúcida y austera en sus formas, trabajadora incansable de la lengua y la memoria, que me interpela y me impulsa a formular preguntas, esta vez sobre el mundo animal.

Fui criada entre la ciudad y el campo, un pequeño pueblo en las afueras de Buenos Aires. Las mascotas, como tales, no existían. Los animales eran algo que estaba ahí, parte del paisaje: un gato que trepaba por las chapas de los techos y se colaba en la cocina para robar comida; un perro de vecino que de pronto tenía familia; el caballo de mi primo que nos llevaba a hacer las compras; las gallinas que vivían en el patio de mi abuela; el chancho que carneaban para fin de año.

Mi primer novio, también del campo, tenía un galpón de pollos. “Vení que te muestro, dijo un día y vi algo que jamás voy a olvidar: cientos de bolas amarillas pisándose las cabezas en un refugio pequeño y acalorado. Más allá, las vacas. Pero ni mi familia ni mi novio tenían vacas. Las vacas eran de los ricos.

Nuestra primera mascota fue un conejo. Yo era pequeña, tendría tres o cuatro años, y lo llamé Blanquito. Era un conejo salvaje y con sus dientes afilados masticó cada mueble del departamento. Un día, lo llevamos con nosotros al pueblo: mi tía nos había invitado a almorzar. Fue ella quien sugirió que el conejo quede afuera, atado con la soga a uno de los árboles del patio. Cuando salí, después de comer, el conejo no estaba más. Corrí a buscarlo desesperada, temía que lo hayan robado, que ya esté hirviendo en alguna cacerola del barrio. Hasta que unos metros más allá, vi al perro de mi tía echado panza arriba, repleto después de su banquete.

Sol era una perra pastor inglesa enorme, de pelo gris y blanco, con un ojo de cada color. Parecía sacada de una revista. Mi madre se gastó un sueldo entero en comprarla, mi hermano era fanático de la perra de un vecino que era de la misma raza y su sueño siempre había sido tener una. Mi madre es de esas madres que son capaces de gastar todo el dinero de su sueldo y más en cumplir el sueño de uno de sus hijos, incluso aunque después no tengamos para comer el resto del mes. Antes la juzgaba, ahora no. A Sol la recuerdo en una herida: sus dientes clavados en mi empeine: la vez que confundió mi pie con comida.

Años más tarde, pasé por la veterinaria de mi cuadra y me llamó la atención ver cómo exponían en la vidriera un cachorrito pequeño color miel. Verlo ahí solo me causaba una tristeza infinita. Entré a la veterinaria y pregunté el precio, culposa, me dijeron que era caro y salí dando un portazo. Cuando llegué a casa lo comenté con mi madre. No sé si lo hice consciente de la historia de Sol. Al día siguiente, al volver de trabajar, mi madre tocó el timbre. Me pareció extraño: ella tiene las llaves de su casa. Abrí la puerta y en sus manos estaba esa bola de pelos color miel. Lo envolví con una manta y en brazos lo llevé a mi habitación. Desde ese día, hace diez años, duerme cada noche junto a mí.

El último en llegar fue Antoño, mi gato. Lo trajeron en una caja de cartón. Era muy pequeño, de color blanco y marrón, y ya tenía nombre. Hoy es tan grande que parece un gato montés: tiene el mismo tamaño que el perro. De hecho, se mimetizan: al perro le gusta subir a lugares altos y el gato corre detrás de la pelota.

Volviendo a Animalia, Molloy escribe una oración que resume muy bien algo de todo esto que intento transmitir: “Me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no eran el mío, para darme cuenta de que para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”.

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