El divorcio de terciopelo de la República Checa y Eslovaquia
Hace 30 años se produjo la separación entre Praga y Bratislava por un pacto político con raíces históricas que no convencía a la población. Pasado el tiempo, la trayectoria de ambos países los ha vuelto a reunir en la UE
Hace 30 años, estuve en Praga y Bratislava para cubrir en los medios el “divorcio de terciopelo” entre la República Checa y Eslovaquia. Bratislava celebraba en las plazas su separación de Chequia, a pesar de estar a 15 grados bajo cero. Las calles nevadas de Praga, en cambio, estaban desiertas. Los checos no tenían ninguna razón para celebrar y se quedaron en casa reflexionando sobre la disolución del país. Mientras el mundo admiraba ese divorcio pacífico, que tanto contrastaba con la guerra ...
Hace 30 años, estuve en Praga y Bratislava para cubrir en los medios el “divorcio de terciopelo” entre la República Checa y Eslovaquia. Bratislava celebraba en las plazas su separación de Chequia, a pesar de estar a 15 grados bajo cero. Las calles nevadas de Praga, en cambio, estaban desiertas. Los checos no tenían ninguna razón para celebrar y se quedaron en casa reflexionando sobre la disolución del país. Mientras el mundo admiraba ese divorcio pacífico, que tanto contrastaba con la guerra que en el mismo momento desencadenaban los políticos nacionalistas serbios en la antigua Yugoslavia, muchos checos suspiraban, melancólicos: “Si quieren irse, que se vayan”.
Los eslovacos, con su resaca del día después de la fiesta, se vieron abocados al abismo. Les esperaba comprobar su capacidad de supervivencia como Estado independiente, de llevar a término la dura tarea de adaptar la economía regida por el marxismo a la economía de mercado y acabar de establecer el sistema democrático después de cuatro décadas de totalitarismo que compartieron con los checos y otros países de la Europa Central y del Este.
Hace treinta años, durante mi estancia en Praga, compartí el desánimo de la clase intelectual checa ante el fracaso de la convivencia con los eslovacos. El más frustrado fue el presidente Václav Havel, que se había esforzado para que esa fractura no sucediese. ¿Dónde hemos fallado? Esta era la pregunta clave. Para hallar la respuesta, me tuve que remontar a los acontecimientos de principios del siglo XX.
En 1918, tras desintegrarse el Imperio Austrohúngaro, el recién estrenado presidente de Checoslovaquia, Tomáš Masaryk, afirmó: «Nosotros, los checos, acabamos de crear nuestro Estado y no tenemos ninguna intención de hablar de autonomías con las minorías eslovaca y alemana». A los eslovacos, étnica y lingüísticamente eslavos como los checos, a los que Masaryk había invitado a compartir el nuevo país para disponer de una población mayor y que representaban un tercio de la población de Checoslovaquia, los trató con un paternalismo despreciativo. En este discurso, Masaryk humilló e insultó a dos minorías poderosas.
La hegemonía de la etnia checa, proclamada en la primera constitución de Checoslovaquia, no dio buen resultado. En 1938 y 1939, Eslovaquia se alejó de Chequia para acercarse a Adolf Hitler porque este le permitió formar un Estado independiente a condición de una lealtad absoluta. Tras la caída de Hitler, una Checoslovaquia reunificada cayó en la zona de influencia de la Unión Soviética. Sin embargo, cuatro décadas más tarde, después de la caída del comunismo y el restablecimiento de la democracia, en 1992 Eslovaquia decidió independizarse definitivamente en un pacto que sin referéndum alguno llevaron a cabo el premier federal eslovaco, el populista Vladimir Mečiar, y su homólogo checo de centroderecha, Václav Klaus. El primer ministro checo buscaba llevar a cabo unas reformas económicas para las que necesitaba estabilidad política y un país centralizado; con los eslovacos en el gobierno no se hubieran dado estas condiciones. Klaus no quería perder el tiempo con un referéndum; el premier eslovaco estuvo de acuerdo. Sin embargo, según las encuestas de diciembre de 1992, o sea días antes de la separación, solo el 36% de los checos deseaban la ruptura, así como el 37% de los eslovacos.
En 2004, once años después del desmembramiento de Checoslovaquia, los dos países independientes coincidieron en la Unión Europea.
Eslovaquia tardó en quitarse de encima el fardo del populismo y de la corrupción política. No fue hasta 2019, tras el asesinato de un periodista que investigaba la mafia política eslovaca, que el país se sublevó y tres cuartas partes de sus votantes eligieron como presidenta a Zuzana Čaputová, activista ambientalista, promotora de los derechos LGBTI y política que, a la manera de Havel, subraya la ética y, como los checos, ha acogido a muchos refugiados de la guerra de Ucrania, país con el que comparte frontera. Muchos checos admiran a la presidenta eslovaca.
Aunque durante mi visita a la capital eslovaca hace unas semanas comprobé que solo el centro histórico de Bratislava da la talla de una capital, el crecimiento económico de Eslovaquia no ha sido malo. Su PIB actual es el 69% de la media europea (el checo es el 92%); el sueldo medio mensual de Eslovaquia es de 1.300 euros al mes (1.800 en la República Checa).
Pero no todo se reduce a las cifras económicas. Como pueblo, los eslovacos han ganado en autoconfianza. Tras 30 años de independencia, para las generaciones jóvenes la convivencia con los checos es historia que aprenden en la escuela. A diferencia de los checos, que solo miran hacia Occidente e ignoran la cultura en eslovaco, los eslovacos leen muchos libros en checo y la cultura checa es un referente importante para ellos.
La cuestión que ha quedado sobre la mesa es si valía la pena alejarse si después somos socios en la UE. Cada cual tendrá su propia respuesta. Y así debe ser.