Brasil perdió el Mundial de fútbol pero recobró su identidad
Desde que el extremista Bolsonaro pronunció su fatídico y profético “acabó”, la sociedad ha husmeado que la normalidad vuelve a estar a las puertas
Los brasileños están estos días tristes viéndose excluidos de la final del Mundial de fútbol, algo que para ellos ha sido siempre más que un deporte. Hace parte de su identidad. Y ha sido simbólico que la derrota futbolística brasileña haya coincidido con Pelé, el rey del fútbol, el símbolo mundial de lo que es más que un deporte, en el hospital gravemente enfermo. Ha sido como cerrar un ciclo.
Y sin embargo, la amargura de esa derrota está siendo compensada con el nuevo ciclo pol...
Los brasileños están estos días tristes viéndose excluidos de la final del Mundial de fútbol, algo que para ellos ha sido siempre más que un deporte. Hace parte de su identidad. Y ha sido simbólico que la derrota futbolística brasileña haya coincidido con Pelé, el rey del fútbol, el símbolo mundial de lo que es más que un deporte, en el hospital gravemente enfermo. Ha sido como cerrar un ciclo.
Y sin embargo, la amargura de esa derrota está siendo compensada con el nuevo ciclo político del tercer gobierno Lula que, antes de iniciar oficialmente, ha paralizado ya la tormenta de rayos y centellas bolsonaristas de intransigencia y muerte de la democracia que empezaban a amedrentar al país.
Los cuatro años fatídicos del gobierno extremista y al borde de una explosión antidemocrática que había colocado a Brasil en el círculo maldito de los países en decadencia política y moral empiezan a disiparse, y es visible para quien está en contacto con la gente común que empieza a soñar con su normalidad perdida.
Y hay que conocer desde dentro a Brasil para entender que, al miedo de las fuerzas democráticas de precipitar en un abismo neofascista en clima de guerra civil, se unía también y diría, sobre todo, el miedo a perder una de sus esencias más ancestrales como lo son su amor por la fiesta, por la amistad, por el simple gusto de estar juntos, por la solidaridad, sobre todo de los más pobres, que son la gran mayoría del país.
Había sido justamente la tormenta de odios, de violencia, de mentiras, de desprecio por la democracia y hasta de descosidos dentro de las propias familias y entre amigos que parecían eternos desencadenada por un gobierno con vocación de destrucción y con sueños de acumular armas de muerte.
Para entender los nuevos aires de esperanza de normalidad y de vuelta al talante festivo de los brasileños mientras el bolsonarismo se va reduciendo a una simple rabieta de niños violentos, es bueno, estos días, leer las cartas de los lectores a los grandes diarios nacionales. Si dichos mensajes suelen ser siempre un termómetro fiel de la temperatura existencial de la masa de la sociedad, en Brasil, en estos días de retorno a la perdida normalidad democrática, lo son con mayor intensidad.
Y son esas personas de la calle que se molestan en escribir a un periódico o una red social democrática quienes mejor saben describir el estado de ánimo de un país. Desde que el extremista Bolsonaro pronunció su fatídico y profético “acabó”, tras perder las elecciones, de repente la sociedad, aunque quizás sepa que la ola de violencia y de odio seguirán dando coletazos, ha husmeado que la normalidad vuelve a estar a las puertas.
Valga como botón de muestra lo que, bajo el título “la derrota del odio”, escribió a la sección de cartas al diario O Globo, justamente una mujer, Clara Davidowich: “La democracia ha vencido al odio, aunque aún necesita ser cuidada. Reitero la llamada de los brasileños a la vuelta a la normalidad”, y añade: “La característica de alegría, mezclada de solidaridad, vuelve a nuestro Brasil, único entre las naciones”. Concluye la lectora augurando que se disipe el drama de lo que ella llama “la destrucción de nuestros valores humanitarios”.
Es lo que la serie, veterana e iluminada periodista Carla Jiménez ha definido en una de sus columnas de la edición brasileña de The Intercept como esencial de los valores que el bolsonarismo había envenenado y que hacen parte esencial de la idiosincrasia de este país y que resume en un solo vocablo: la “delicadeza”.
Alguien podría preguntarse cómo un país con fuertes dosis de violencia racial e institucional pueda tener en su DNA la delicadeza. Pues sí. Y la parte de esa delicadeza que el bolsonarismo había ensombrecido para dar paso al odio hasta entre amigos está volviendo.
Ayer mismo estaba en la calle con unas frutas en la mano que acababa de comprar. Se me acercó una mujer que no conocía, con una bolsa de plástico para que las colocara allí: “Le va a ser más cómodo llevarlas”, me dijo, y desapareció. Sí, ya sería un avance si al clima de odio sembrado por el bolsonarismo empezara a rebrotar esa difícil planta de la delicadeza en el trato en un mundo que parece cada día más moderno y tecnológico, pero también más huérfano de esa rara semilla de la comprensión y de la búsqueda de la armonía perdida.
Se puede ser de izquierdas, de derechas o de centro. Cada uno escoge su rincón político o religioso en el que se siente más a gusto. Lo que no se puede y Brasil acaba de derrotar es el ser de un partido o de una creencia que tiene al odio y a la pasión morbosa por las armas como ingrediente esencial de su política.
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