¿Filoqué?
Si en el futuro alguien husmea en el Congreso no estará pensando en el ‘filoetarrismo’, sino en el momento en que fallamos como sociedad
Hay una diferencia entre las regañinas de una profesora en el parvulario y las que la presidenta del Congreso echa a los diputados. En la escuela, los exámenes quedan registrados, no hay quien oculte un mal resultado. En la Cámara, sin embargo, se pueden borrar los excesos de las actas. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál es el sentido de eliminar de la historia la foto más fidedigna de cómo son las cosas en nuestro tiempo? ¿A quién queremos engañar?
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Hay una diferencia entre las regañinas de una profesora en el parvulario y las que la presidenta del Congreso echa a los diputados. En la escuela, los exámenes quedan registrados, no hay quien oculte un mal resultado. En la Cámara, sin embargo, se pueden borrar los excesos de las actas. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál es el sentido de eliminar de la historia la foto más fidedigna de cómo son las cosas en nuestro tiempo? ¿A quién queremos engañar?
Meritxell Batet ha pedido a los grupos evitar las “ofensas” o acusaciones como “fascista” como quien prohíbe palabrotas en el colegio. Solo imaginar un diccionario de términos dignos de excluir surge inmediatamente el impulso de pisotearlo.
A principios del siglo XX, en Budapest, aún flamante el imperio austrohúngaro y en vísperas de su implosión, se debatía la eliminación de los duelos con los que los caballeros se herían y mataban con toda pompa y reglamentación para dirimir ofensas, humillaciones o un simple feo. La guerra mundial arrolló el debate y muchísimas cosas más y mucho más graves, como retrata Miklós Bánffy en su Trilogía transilvana. Hoy hemos avanzado y los asuntos se resuelven con palabras, votos y tribunales, sin espadas ni pistolas, pero hay debates que recuerdan peligrosamente un mundo de ayer que nunca debemos dar por seguro: si un insulto debe o no pasar al acta; si alguien apela a otro a retirar su ofensa y este se niega, bla, bla, bla.
El día menos pensado, estos debates, estos plantes, estos duelos verbales absurdos que no hacen sino disimular la incapacidad de avanzar en acuerdos en torno a los grandes asuntos, quedarán arrollados por tsunamis que nos dejarán temblando. Ocurrió con la Gran Recesión, con la pandemia, con la guerra en Ucrania y seguirá ocurriendo. El país se desangra en la desigualdad, la mala nutrición y otras privaciones alcanzan a demasiados niños, los médicos emigran en busca de mejores condiciones o los jóvenes ganan sueldos miserables que no alcanzan para organizar hogares e impulsar la natalidad, por poner varios ejemplos, mientras en el Congreso la palabra “filoetarra” es protagonista o el PP se manifiesta contra el Gobierno en el exterior. “¿Filoqué?”, dirán los improbables lectores de esas actas parlamentarias en el futuro si perviven en ellas los exabruptos.
Porque si en ese futuro alguien mira hacia atrás no estará pensando en el filoetarrismo, sino en el momento en que fallamos como sociedad para evitar el calentamiento, la desigualdad, el colapso demográfico, la emancipación de los jóvenes o la desafección de nuestras democracias. ¿Pueden los diputados estar a lo que hay que estar?