Jueves negro
Esto no es una película ni una denuncia de lo mal que está la sanidad pública. Es la puta vida que, a veces, se te hace cuesta arriba desde muy temprano
Ocho en punto de la mañana. Día de perros en la periferia madrileña. Una pequeña multitud se agolpa en la cola de admisión de una de esas clínicas de barrio donde pasan consulta médicos de aseguradoras y se hacen análisis y pruebas de poca monta. Una señora mayor adorable, de esas con pelito corto tipo casco, raíz gris de mes y medio veteándole el tinte caoba, bolsito en bandolera por delante para evitar descuideros, abrigo de paño abrochado hasta el cuello y bufanda amarradita con nudo soga para no coger frío en el galillo guarda fila de un cuarto de hora hasta que le toca el turno. Entonces,...
Ocho en punto de la mañana. Día de perros en la periferia madrileña. Una pequeña multitud se agolpa en la cola de admisión de una de esas clínicas de barrio donde pasan consulta médicos de aseguradoras y se hacen análisis y pruebas de poca monta. Una señora mayor adorable, de esas con pelito corto tipo casco, raíz gris de mes y medio veteándole el tinte caoba, bolsito en bandolera por delante para evitar descuideros, abrigo de paño abrochado hasta el cuello y bufanda amarradita con nudo soga para no coger frío en el galillo guarda fila de un cuarto de hora hasta que le toca el turno. Entonces, en vez de presentar el volante y la tarjeta de la mutua, como todo el mundo, se pone a contarle su vida a la chica tras la pantalla de metacrilato.
Es viuda, vive sola, tiene cáncer en sus partes, está fatal de la tripa y quiere cita con un especialista. En la Seguridad Social le han dicho que ya no hay solución para lo suyo, pero a una conocida la curó un médico de pago y no quiere morirse sin saber si su pensión le pudiera dar para intentarlo. La empleada, amabilísima, le responde que la primera consulta con el ginecólogo son 100 euros, pruebas aparte, y que si no tiene hijos que la acompañen. Sí, pero viven lejos, trabajan mucho, tienen sus vidas y no les ha dicho nada por no preocuparlos, le responde. La chica insiste en que lo siente muchísimo, pero que es lo único que puede decirle y que, por favor, hable con sus hijos. La señora, ochenta y tantos a ojo, dice que ni pensarlo, pero ni se va ni resuelve y el resto de la cola, una mezcla de ancianos con la carpetilla del historial bajo el brazo y de oficinistas con botecitos de orina y heces en ristre y cara de llegar tarde al curro, empieza a resoplar de impaciencia. Así hasta que la buena de la chica, tras desearle suerte, despacha a la abuelita decretando que pase el siguiente. La siguiente soy yo y no sé dónde meterme. La señora por fin se aparta, coge su paraguas del paragüero y sale al raso con ojos tristísimos sobre la mascarilla de pato. Nadie la mira. Nadie dice nada. Nadie tiene agallas. Esto no es una película. Ni siquiera un artículo de denuncia de lo mal que está la sanidad pública y lo poquísimo mejor que está, de estarlo, la privada. Es la puta vida que, a veces, se te hace cuesta arriba desde por la mañana temprano. Me quejo de vicio.