Mi tío José Luis

Fue la suya una de esas vidas sin más eco que el cura bisbiseando su nombre en la misa de difuntos. Nadie nunca dijo nada en su memoria. Sirvan estas líneas, tarde, mal y nunca, para repararlo

Un pastor con su perro.JEFF PACHOUD (AFP)

José Luis Bonilla Bonilla era pastor, como su padre y su abuelo. Nacido en Paredes de Sigüenza, provincia de Guadalajara, y criado en Marazovel, provincia de Soria, José Luis vivió toda su vida en un radio de 50 kilómetros, de taina en taina y de pueblo en pueblo, allí donde lo llevara el oficio desde que lo echaran al campo a ganarse las hogazas a los 14 años. Cuarto hijo y primer varón de las siete criaturas que trajeron al mundo Paco y Maximina, ama de su casa y lavandera para la calle, la muerte por males de miseria de las dos mayores antes de tener uso de razón siquiera dejó a José Luis c...

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José Luis Bonilla Bonilla era pastor, como su padre y su abuelo. Nacido en Paredes de Sigüenza, provincia de Guadalajara, y criado en Marazovel, provincia de Soria, José Luis vivió toda su vida en un radio de 50 kilómetros, de taina en taina y de pueblo en pueblo, allí donde lo llevara el oficio desde que lo echaran al campo a ganarse las hogazas a los 14 años. Cuarto hijo y primer varón de las siete criaturas que trajeron al mundo Paco y Maximina, ama de su casa y lavandera para la calle, la muerte por males de miseria de las dos mayores antes de tener uso de razón siquiera dejó a José Luis como hombrecito de la casa solo por detrás de su hermana Paquita, enviada a servir a Madrid en cuanto aprendió las cuatro reglas; a oír, ver y callar, y a trabajar como una mula. Así, deslomándose a madrugones y caminatas entre nevadas y calimas, pasó José Luis su adolescencia, su juventud y sus primeros años de la edad madura. Solo. Sobrio. Seco. Duro por fuera y tierno por dentro. Saliendo de sol a sol con las ovejas y los perrillos y volviendo a dormir, si volvía, a casa de los amos. Oreándose algún domingo por la tarde en algún local de Soria del que salía más contento de lo que había entrado. Contándoles un par de veces al año por carta sus alegrías a los suyos. Sus penas, si las tenía, se las callaba.

En Navidad, metía dos hatos en su maletilla, cogía el tren y se iba a la capital a ver a sus hermanos cargado de caramelos para sus sobrinos. Les pedía que lo sacaran de paseo. Los invitaba a tantos refrescos como él botellines. Los llevaba a la cabalgata de Reyes, les dejaba lo que le hubieran pedido: unos Levi’s, una bici, una cocinita con todos sus avíos, y se despedía hasta el año siguiente, si Dios quería. Así hasta que, a los 42 años, se lo llevara por delante un mal síncope una noche de verano. Fueron los hijos de sus últimos patronos quienes lo velaron amorosamente antes de que llegara de lejos la familia y de que a su anciana madre, Maximina, la fulminara un infarto en pleno sepelio, en uno de esos dramones que no aparecen en los medios. Paco y Maximina eran mis abuelos. Paquita, mi madre. José Luis, el mayor de mis tíos de esa rama. Tendría ahora 72 años si no llevara más de 30 enterrado. Fue, fueron, las suyas unas de esas vidas sordas e invisibles sin más eco que el recuerdo de sus deudos. Nunca nadie dijo nada en su memoria, más allá del cura bisbiseando su nombre en las misas de difuntos pagadas por los suyos. Valgan estas líneas, tarde mal y nunca, para repararlos.

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