Carlos Boyero contra el fin del mundo
El documental ‘El crítico’ deja un aire a viejo mundo del que se despiden sus últimos pobladores: la duda es si ese mundo se va para no volver o se va para siempre
Hace 20 años y los que siguieron, mi compañera de Diario de Pontevedra Belén López y yo esperábamos, cada semana, el chat de Carlos Boyero. Primero en El Mundo, después en EL PAÍS. Muchas de nuestras discusiones las zanjaba él, casi todas sobre libros o películas. También había preguntas de vacile que pocas veces pasaban el corte, a veces para vacilarlo a él y otras entre nosotros. Firmábamos casi siempre con lo primero que se nos venía a la cabeza.
Hubo dos momentos de mucha altura. Uno de ellos ocur...
Hace 20 años y los que siguieron, mi compañera de Diario de Pontevedra Belén López y yo esperábamos, cada semana, el chat de Carlos Boyero. Primero en El Mundo, después en EL PAÍS. Muchas de nuestras discusiones las zanjaba él, casi todas sobre libros o películas. También había preguntas de vacile que pocas veces pasaban el corte, a veces para vacilarlo a él y otras entre nosotros. Firmábamos casi siempre con lo primero que se nos venía a la cabeza.
Hubo dos momentos de mucha altura. Uno de ellos ocurrió cuando Belén le preguntó a Boyero si conocía —cito de memoria— al famoso periodista Manuel Jabois o algo así, y él contestó: “No tengo el gusto, Manuel Jabois”. El segundo, mi amiga todavía no me lo ha perdonado. Tenía que hacer ella una entrevista a un importante pintor y cineasta nacido en Pontevedra, aunque residente en París. La ayudé en la documentación previa a la entrevista. Para ello escribí a Boyero qué le parecía ese artista y cineasta, y resulta que Boyero respondió. Lo puso a parir con una ristra de adjetivos que iba in crescendo. Se lo leí en alto a Belén (mi compañera de enfrente en la redacción durante 15 años) y me pasó lo que tantas veces cuando leo en alto: que si la cabeza me pide algo, lo añado, y me pareció evidente que después de aquella ristra de adjetivos (pretencioso, ridículo, estafador), el texto pedía un punto y seguido y una frase final: “Pero qué se puede esperar de él, si es de Pontevedra”.
Belén abrió los ojos como platos (“en serio dixo iso?, pero volveuse tolo?”) y se fue corriendo a hacer la entrevista telefónica. Me olvidé del asunto hasta que vi al día siguiente el artículo. Mi amiga le había leído la parte final de esa crítica de Boyero, incluida la frase falsa. El entrevistado, al que casi le da un parraque, insultó a Boyero con más ganas aún y pidió algo así como que las instituciones locales tomasen nota y le prohibiesen entrar en la ciudad.
Recordé la historia hace muy poco, cuando me encontré a Boyero en el aeropuerto de Vigo un 2 o un 3 de enero. Ya nos conocíamos, nos habían presentado tiempo antes. Me dijo que había pasado esas fechas con unos primos segundos o terceros, “la familia que me queda”, y que casualmente yo conocía (Pontevedra, como Cangas, no es Nueva York). Fue la ocasión en la que más hablé con él, y no debió de ser más de media hora, pero allí estaban muchas de las cosas que dice y dicen de él en el documental El crítico (TCM), en especial la soledad y la desintoxicación, que es siempre el eje vertebrador de la vida del adicto; no meterse, sino salirse: tardas en entrar unas semanas, pasas saliendo el resto de la vida.
La radiografía del documental deja un aire a viejo mundo del que se despiden sus últimos pobladores, aquellos que conocieron en los festivales los mejores hoteles y los mejores restaurantes; la duda es si ese mundo se va para no volver o se va para siempre: en la crítica, en el periodismo y en todo lo demás. En cuanto a Boyero, el crítico desapacible, su retrato es todo lo apacible que puede ser el de alguien que ha separado de forma tan violenta su profesión y su persona para beneficio de sus lectores, llenando la primera de la segunda sin graves consecuencias más allá de unos pocos obcecados y poderosos enemigos, los que se ganó él y el que le gané yo.